Los oficios del libro

Síntoma

Antonio Jiménez Morato

Apenas se va mi mujer de casa no sé qué hacer. Desde que ella se levantó, mientras se escuchaba el repicar del chorro de agua en el plato de ducha o el rumor del secador de pelo, no resultaba complicado encontrar algo que hacer.
Lo más sencillo es no hacer nada, quedarse bajo el edredón y dejar que pasen los minutos. Aunque uno sabe que cuando ella vuelva a la habitación ya vestida, buscando su móvil o algún complemento que le servirá para considerarse totalmente arreglada —me hace gracia que diga eso porque jamás he entendido que sea necesario arreglar lo que no está estropeado—, va a preguntarme si no tengo nada que hacer hoy. Jamás como un reproche, sino con un tono de gozosa envidia, el mismo que usa cuando me dice que mi trabajo sí que es divertido, no como el suyo. Así que, para no sentirme culpable por holgazanear en la cama, conviene buscar cualquier cosa en la que pasar el rato. Por ejemplo: tener ganas de ir al baño para poder aguantarme, porque de ese modo siento que me sacrifico por ella, que aporto mi cuota de concesiones y renuncias obligatorias para la vida en común que servirán para consolidar lo nuestro. Puedo, de hecho, ponerme a dar vueltas por la habitación, alrededor de la cama, de modo obsesivo, o dar saltitos y corretear por la sala de estar. Todo por exagerar, para que sean más evidentes mis ganas de usar el retrete hasta que ella abra la puerta del baño y yo pueda entrar allí finalmente mientras al mismo tiempo que me siento en la taza del váter musito que menos mal que ha terminado ya porque no podía aguantar más. O puedo ser más práctico, incluso cariñoso, el cariño es otro de los pilares de la vida en común por lo que he aprendido en estos años sobre el planeta, y preparar una de esas tazas imbebibles que ella llama café. A ella no le gusta que diga eso, lo de que son repugnantes, pero cómo pensar otra cosa de una bebida que en realidad es un poco de leche tibia, tan sólo medio minuto en el microondas me ha repetido una y otra vez, nunca caliente porque en eso nos parecemos y la leche caliente nos desagrada, a la que hay que añadir una cucharada de café soluble y otra de azúcar. Ella lo llama café. Pero si he despertado eufórico, quizás porque lo último que hice antes de dejarme mecer por el sueño fue derramarme dentro de ella, no tengo reparos en preparar esa taza atroz procurando no acercarla a mi nariz ni fijarme demasiado en el aspecto del líquido cuando lo remuevo hasta que el café soluble queda totalmente disuelto en la leche. Además, a veces, mientras se viste, me toca recordarle que se ha olvidado del café, sé que no es café pero a ver cómo llamarlo si no, y que se queda frío. En realidad creo que siempre está frío cuando se lo bebe. Intuyo que ella, la mitad de las veces, tan sólo se humedece los labios, un gesto que le sirve para comprobar que eso es imbebible, y derrama el resto en el fregadero. Quizás ella sabe que, también, debe aportar su cuota de sacrificios por la relación y hace como que se lo bebe mientras piensa en el bocadillo y la coca-cola que se tomará en el bar de la oficina antes de comenzar su jornada.
Eso sí, cuando ella se va camino a la oficina me queda poco más por hacer. Podría salir a la calle y echar el día en paseos por la ciudad. Sé que al no hacerlo algunos me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía y tal vez de locura. Pero no lo hago. Por eso me gusta que haya labores pendientes, a ser posible algo que necesite de atención y algo de método. Como fregar los cacharros de la cena. Así puedo enjuagar los platos antes de meterlos en el friegaplatos. Colocar con cuidado los vasos uno a uno en las barcas del lavavajillas para que no se rayen con el lavado diario en la máquina. Ir probando las distintas combinaciones de las sartenes y cazos hasta conseguir que quepa todo en un solo lavado y quede brillante como en los anuncios de televisión sin tener que volver a repasarlos a mano cuando la máquina haya terminado con ellos. También me gusta que la ropa tendida se haya secado ya. Así puedo quitar cada prenda del tendedero y doblarla sobre la mesa con mucho cuidado, asegurándome de que esté perfectamente plegada para que resulte innecesario plancharla más adelante. Estirar cada camiseta y cara suéter hasta que queden impecables. Como si en vez de estar destinados a los cajones del armario fueran a ser colocados en uno de los escaparates de las exquisitas tiendas que jalonan nuestra calle y en las que nunca entramos porque incluso cuando anuncian ofertas no tenemos dinero suficiente para permitirnos una prenda así de cara. Ir dándole la vuelta a cada calcetín a la vez que hago una revisión de posibles agujeros e ir emparejándolos antes de llevarlos al armario. Bueno, buscando la pareja de los suyos, porque yo no los uso emparejados. También puedo hacer la cama asegurándome de que quede como en las fotos de los catálogos de mantas y sábanas, perfectamente alineada y mullida, dando esa imagen de calor de hogar que todos buscamos cuando compramos los edredones nórdicos que se inventaron veinte grados de latitud al norte de nuestro país. Dar vueltas por casa hasta encontrar cualquier cosa que me tenga ocupado: meter los estores de las ventanas en la lavadora si hace tiempo que no los ha limpiado nadie y están amarilleando, o limpiar los cristales porque el mundo parece más oscuro estos últimos días de lo que se veía hace unos meses, tal vez ordenar la caja de herramientas para que uno sepa que no tiene tal herramienta de un solo vistazo sin necesidad de remover todo lo que tiene dentro. O meter cada uno de los discos compactos que han ido formando torres imposibles que desafían cualquier lógica estructural junto al equipo de música en sus respectivas cajas. Hacer cualquier cosa que me entretenga hasta que ella regrese de la oficina, porque ocho horas son muchas para buscar algo que hacer. Incluso, cuando realmente no encuentro nada, me consuela saber que siempre puedo encender el ordenador y masturbarme con cualquier grabación porno medianamente entretenida que aparezca tras una búsqueda de internet.
Aun así a veces parece que todo estuviera hecho y toca inventarse alguna cosa, cualquier distracción aparentemente idiota con lo que tenga a mano. De tantos juegos el que prefiero es el del microondas. Busco en la bandeja que hay bajo el horno el rollo de papel de aluminio y corto pequeñas tiras que arrugo como si fueran envoltorios de caramelos. Cuando tengo cinco o seis tiras retorcidas las meto en el microondas y lo pongo al máximo de potencia entre treinta segundos y un minuto. Al principio no sucede nada más allá del ruido característico que todos los microondas hacen cuando se calientan. Y parece que no sucederá nada pero, cuando han transcurrido quince o veinte segundos, comienzan a encenderse los pedazos de papel de aluminio. Como si fueran cerillas que se iluminan en un extremo hasta que saltan unas chispas. Un espectáculo de fuegos artificiales a pequeña escala en el que las explosiones van iluminando el interior del microondas. Para verlo mejor conviene apagar las luces de la cocina y bajar la persiana para que todo quede a oscuras. Tiene todo el aspecto de una prueba nuclear de esas que sacan de vez en cuando por la televisión, del momento de la deflagración, claro, porque no puede generar un hongo atómico ni nada similar. A veces se va la luz, otras veces no, depende de la cantidad de aparatos que tenga encendidos en ese momento. Si no me he divertido lo suficiente, pruebo a meter algún cubierto, porque a veces he comprobado que los efectos son más potentes que con el papel de plata y puede originar un arco eléctrico en el que las chispas que se producen dentro del aparato a veces se derivan hacia el exterior. Cuando sucede, todo el aparato se rodea de chispazos, y aquello toma el aspecto de un átomo como los que ilustran los libros de texto, con las estelas de unos electrones imposibles girando en torno suyo a toda velocidad. Parece que alguien estuviera realizando una película de efectos especiales. El microondas se convierte en una bola eléctrica de la que no puedes apartar la vista y en ocasiones los chispazos llegan hasta el enchufe. Es mucho mejor que jugar con fuego, porque la electricidad parece más moderna y al mismo tiempo más mitológica que un simple fuego. Uno no se siente Prometeo, se siente como Thor, el dios del trueno, descendiendo del cielo con una banda sonora compuesta por Wagner. Aunque supongo que uno no llega ni a Faraday. No elijo muy a menudo al juego del microondas porque una vez terminé estropeando el aparato. Resultó un tanto extraño contemplar la cara del técnico cuando vino a casa y nos preguntó qué habíamos hecho con el electrodoméstico. Le conté lo mismo que a mi mujer, que no me había dado cuenta de que la cuchara había caído dentro del plato antes de meterlo para calentar la sopa. ¿Calienta la sopa en el microondas?, me preguntó. Yo lo caliento todo en el microondas, para eso sirve, ¿no?, para calentar. Es el calentador de cosas más caro que existe, pero también el más eficaz y el más rápido, le respondí. Nos reímos buenamente los dos. De todos modos conviene no dejarse llevar por la emoción porque normalmente no sucede nada. Todas esas advertencias tan terroríficas de las primeras hojas de los libros de instrucciones no se suelen cumplir casi nunca. Unas cuantas chispas, todo muy espectacular y nada más, como esas películas donde lo único que al final cuenta es la espectacularidad de los efectos especiales. Adjuntan las advertencias para cubrirse las espaldas ante pleitos, los yanquis son muy dados a pleitear por todo, digo yo. Pero a mí me sirve porque basta con un par de minutos para tener entretenida toda la mañana hasta que toca la hora de comer. Por eso me gustan tanto los microondas.
Una vez ha pasado la hora de la comida resulta mucho más sencillo entretenerse con cualquier cosa. Por un lado la televisión es más llevadera a esas horas, por otro nadie te mira mal por tumbarte en el sofá a leer un libro y, si cualquiera de las dos cosas está aburrida, siempre puede uno echarse la siesta de guardar… Cualquier cosa menos ponerme a escribir, eso sí. Para escribir tengo que tener mucho tiempo libre y estar muy aburrido.