Los oficios del libro

El fin de la lectura

Andrés Neuman

Lo saben, sentenció Vílchez. Tenenbaum se volvió hacia él. Lo vio de espaldas, contemplando algo a través del cristal de la sala. O quizá contemplando el cristal mismo, sus manchas, los múltiples y microscópicos arañazos que, observados desde muy cerca, podían parecer tan monstruosos como un vehículo accidentado. Este símil complació a Tenenbaum, que experimentó un moderado acceso de vanidad literaria. Rinaldi guardaba silencio, absorto en ese teléfono móvil que invariablemente lo reclamaba cada vez que le tocaba compartir un mismo espacio con sus otros dos colegas. Lo saben, lo saben, lo saben, suspiró Vílchez con resignación.
Repuesto de su acceso de vanidad, Tenenbaum se puso en pie. Uno de sus brazos se extendió en busca de uno de los hombros de Vílchez, que no pareció asimilar este gesto de afecto o bien lo interpretó como algo muy distinto del afecto. Ambas cosas eran ciertas. Tenenbaum no apreciaba a Vílchez, como no apreciaba en verdad a ningún escritor que no fuera él mismo. Y sin embargo empezaba a respetarlo, o a compadecerlo, lo cual en alguien secretamente inseguro como Tenenbaum venía a ser casi idéntico. Ahora, por ejemplo, siendo testigo del inesperado ataque de pánico de su compañero, minutos antes de que diese comienzo la mesa redonda sobre la importancia de la lectura en nuestros días, Tenenbaum pensó que la proverbial altivez de Vílchez, que jamás se había permitido una duda ni el menor elogio frente a él, tenía probablemente la misma causa que sus propias mezquindades. Cuando Vílchez repitió como volviendo en sí, como sobreviviendo al accidente del cristal que contemplaba: Ellos ya lo saben, ya lo saben, entonces por fin Rinaldi levantó la vista de su teléfono móvil. ¿Pero a qué te refieres?, le preguntó. Vílchez declinó responder con una sonrisa irónica.
Rinaldi y Vílchez nunca se habían llevado bien, o mejor dicho siempre habían fingido eficazmente que no se llevaban mal. Tenenbaum comparó sus expresiones, yendo rápido de una a otra, intentando trazar una diagonal entre ellas. En opinión de Tenenbaum, que era quien mejor se llevaba con ambos dentro de su generación, quizá porque era también quien más los envidiaba, la animadversión entre Rinaldi y Vílchez se basaba en un trágico malentendido: el de que ambos luchaban por lo mismo. Nada más lejos de la realidad. Vílchez siempre había aspirado a un prestigio excluyente, a una especie de liderazgo moral a largo plazo. Rinaldi en cambio deseaba con furor (pero también con humor) una aceptación rápida. Uno ansiaba, por así decirlo, ganar la lotería en el próximo sorteo. El otro esperaba a que todos sus colegas la perdiesen para ser recordado como el único que no se había rebajado a apostar.
Rinaldi no sabía, o no quería saber, a qué se refería Vílchez. Tenenbaum tampoco quería saberlo, pero sí lo sabía. Retiró poco a poco su brazo, que hasta entonces había permanecido sobre el hombro quieto de Vílchez, y después lo miró a los ojos. Lo miró con una atención física que nunca antes le había prestado, deteniéndose en su frente rayada, en la pigmentación de sus mejillas, en sus incipientes patas de gallo, en los pelos vibrátiles de sus fosas nasales, que se agitaban como si ocultasen un ventilador interno. Este caprichoso símil complació sobremanera a Tenenbaum, que estuvo a punto de olvidar lo que iba a decir. Tras unos instantes de distracción poética, recuperó el hilo y la mirada de Vílchez para preguntarle sin más rodeos: ¿Pero tú hace cuánto que no lees? Vílchez solo pudo resoplar, negar con la cabeza y encogerse de hombros. A Tenenbaum le pareció que, desde su asiento al otro extremo de la sala, Rinaldi sonreía con alivio, como el ladrón que descubre que la policía también roba. Este símil no le produjo la menor satisfacción.
Sonaron tres breves golpes en la puerta de la sala donde esperaban los escritores. De inmediato asomó la cabeza redonda y excesivamente amable del poeta Piotr Czerny, quien, como organizador del ciclo de fomento de la lectura, sería el encargado de moderar la mesa redonda entre ellos. ¿Preparados, caballeros?, preguntó en un tono que a Rinaldi, que tendía a desconfiar de la cortesía ajena, le pareció burlón. Todavía en estado de contracción muscular, Vílchez le susurró al oído a Tenenbaum: Tenemos que salir y reconocerlo delante de todos. Caballeros, canturreó el moderador, cuando ustedes quieran, el público está deseando escucharlos, ha venido bastante gente. Mejor empiezo yo, ¿no, Vílchez?, dijo Rinaldi poniéndose en pie.