Los oficios del libro

Mi estado de la cuestión en treinta pasos

Marta Sanz

1. Un amigo mío, poeta, que se llama Manuel, explica que la literatura es como un muro transparente: a medida que leemos construimos una pared que nos permite seguir poniendo encima más ladrillos, mirar más alto y más allá; al mismo tiempo, un muro no deja de ser un muro y las piedras taponan la luz que podría llegarnos directamente a los ojos y permitirnos hacer la fotosíntesis. Aunque, con el deslumbramiento, con la luz total que nos llega sin filtros, no sé si entenderíamos nada. Más bien se nos quemarían las retinas y nunca, nunca más podríamos volver a leer.

2. Otro amigo mío, novelista, polemista y fumador —fumador, polemista y novelista—, mantiene que los libros que aún no han sido publicados, esos libros que nos llegan con encuadernación de papelería, con un gusanillo negro que se retuerce y se sale cada dos por tres; esos libros que otros amigos y conocidos, colegas, nos invitan a leer para que opinemos sobre ellos antes de enviarlos a la editorial; esos libros provisionales se leen «a la contra». Precisamente por eso, porque son provisionales y siempre se cae en la tentación de ver las grietas, las goteras, las arenas movedizas por debajo de la cimentación.

3. Sin embargo, no leemos automáticamente «a favor» los libros que ya están encuadernados y se contemplan detrás de las lunas de los escaparates. Nuestra mezquindad —¿nuestra inteligencia?— es monumental.

4. A veces pienso que escribo para romper las lunas de los escaparates donde se exhiben esos libros que nos colocan, cara a cara, frente a nuestra mezquindad. O frente a nuestra falta de inteligencia. O a nuestro dolce far niente.

5. Hablar en italiano y en primera persona del plural me hace sentir acompañada, culta y, en definitiva, me reconforta mucho.

6. Cuando corrijo una novela que estoy escribiendo, me quito las gafas de miope, veo moscas, barrunto desprendimientos de retina, pido hora en el oftalmólogo, pruebo a leer con un ojo abierto y el otro cerrado. Leo tratando de no ser yo la que lee. Viajo en uno de esos aviones desde los que los paracaidistas saltan al vacío. Me gustaría ver mis páginas como se ven los campos desde el cielo —una colcha de trozos de tela—, perfectamente nítidos en su geometría irregular. Leo tratando de no ser yo la que lee, pero muy pronto me convenzo de que sería una pena prescindir de mi lectura. Estoy segura de que leer, leo bien. Lo que no sé aún es saltar en paracaídas. Pero voy a conseguirlo.

7. Cuando corrijo un texto me ponen nerviosa las asonancias y las consonancias. Si en un párrafo aparece la palabra fárrago no puede aparecer la palabra párrafo. Y viceversa. Detesto las prosas musicales y, sin embargo, me encanta la música en la prosa. La percusión, el contrapié. A veces creo que debería contar las sílabas de los párrafos y de los fárragos, y comprobar que los acentos coinciden con un endecasílabo sáfico o de gaita gallega.

8. Cuando un amigo me deja algunas páginas encuadernadas con un gusanillo negro, me cuesta mucho decirle la verdad. Aunque sé que la clemencia es un sentimiento irrespetuoso —prepotente, de emperador romano o de muy católico rey—, no me gusta hacer sufrir a la gente. También desconfío de esos escritores que se van fabricando un caparazón y, frente a las adversidades, se reafirman. Contra todos los vientos y todas las mareas.

9. Cuando un amigo me deja un libro para que yo lo lea antes de mandarlo a una editorial, me asalta el temor de que lo que voy a leer no va a gustarme nada. Paso malas noches. Se me seca la boca. Si el libro finalmente me gusta, respiro, lo llamo inmediatamente por teléfono, tomo una copa de champán, lo envidio.

10. Soy muy partidaria del afecto y de la buena educación. No me gusta nada discutir.

11. Sé que leo —y que también escribo— con mi conciencia y mi biografía a cuestas, con mis ideas políticas y mi cosmovisión a cuestas, con todos los libros que he leído a cuestas —incluso con mis propios libros—, con mis prejuicios sobre la literatura a cuestas, con mi cansancio o mi entusiasmo a cuestas, con mi idioma, mi insomnio y mis expectativas a cuestas… Llevo tantísimas cosas encima cuando leo que no sé si seré capaz de distinguir lo que tengo delante. Sin embargo, cuantos más pesos cargo sobre la espalda, más me sonrío al leer, más me irrito, más disfruto. Otra vez, trepo por los resbaladizos ladrillos del muro transparente.

12. A veces creo que voy a tener que mudarme. No hay día que un mensajero no llame al timbre de mi casa. O que al abrir el buzón no encuentre dos abultadísimos sobres de burbuja. El buzón tiene astillado el cajetín de madera y el cerrojito de la llave del buzón —siempre me acuerdo de las llavecitas y las llavezotas de Alicia en el país de las maravillas— está reventado. El mobiliario de mi casa se reduce a una colección de estanterías. He desarrollado una alergia invernal a los ácaros y al polvo. Evito guardar, debajo de la cama, libros. Conservo los apuntes de toda la carrera. Tengo decenas de libros encima de un piano que no aprendí a tocar. Por burra. No me arrepiento de nada. Aunque a veces creo que voy a tener que mudarme.

13. Todos los escritores —permítanme la generalización, aunque sea absurda— padecen alguna modalidad del síndrome de Diógenes. Y se quejan de vicio.

14. Me gustan los materiales que me ofrecen resistencia. A veces también me gustan esos otros por los que me deslizo como por un tobogán.

15. Me interesa la literatura política. Me interesa la literatura que rompe con el discurso hegemónico. Me interesa esa literatura que, siendo metalingüística, mirándose el ombligo, matriculándose en cursos de antropología cultural —los lémures se despiojan y se pelean por ostentar el poder—, de psicoanálisis y de semiótica en la universidad de Buenos Aires, pretende ir un paso más allá, no ser complaciente, no hacerse con un «público», sacarle la lengua al orden establecido, reformular el lenguaje. Me interesa lo nuevo, no tanto como catalizador del mercado, sino como actitud intrépida —temeraria—. Incluso irreverente. Escribo y, claro, me interesan todas esas cosas —procuro incluso practicarlas—, pero, como me interesa la literatura política, también estoy muy al tanto del precio de las patatas.

16. Cuando releo «literatura irreverente contra el orden establecido » me vienen a la cabeza —la literatura son también asociaciones— los Rolling. Literatura Rolling Stone. Un sudor frío me recorre el espinazo. Por la marca. Por los pantalones que llevan bordada una lengua y unos labios en los bolsillos traseros. Por todos los honores recibidos en el Parliament. Algo huele a podrido en Inglaterra. Y en muchísimos más países del mundo.

17. Yo también escribo a veces como si estuviera matriculada en un curso de semiótica. No me lo perdono. Pero creo que debo hacerlo.

18. No sé si la sinestesia es una estrategia retórica para ver mejor o una argucia para no ver nada en absoluto. No sé si las palabras clarifican o emborronan. No sé por qué cuando Caperucita le pregunta por el tamaño de sus ojos al lobo disfrazado, este le contesta: «Para verte mejor». No, no lo entiendo.

19. Cuando escribo, experimento muchas sensaciones: a veces sufro y a veces me entra risa. A veces me concentro mucho y otras oigo el tictac de un reloj de pared que siempre da una campanada de más y me asusta porque pienso que es muy tarde. Sobre todo, siento que se me ocurren las mejores ideas cuando me he levantado del escritorio y salgo a la calle para comprar un litro de leche o para tomarme un café descafeinado —soy persona nerviosa—. Y entonces llega el inevitable, el tópico cuadernito. La maldición del Moleskine. Y esa letra de médico que, después, no hay quien entienda.

20. Cuando escribo, experimento muchas sensaciones diferentes. Dos de las más relevantes son: el miedo y la ilusión. A veces pienso que la literatura es como los Reyes Magos.

21. A medida que voy cumpliendo años, tengo muchas menos pretensiones de descubrir el huevo. Y no es una renuncia.

22. Hay que escribir feo de lo feo. Y a la vez, creo —y mi rima y mi creencia no son un acto de fe, sino la expresión de una duda— que se ha condenado tanto al preciosismo que las metáforas, alambicadas y magnéticas, se convierten en una hoz con la que los escritores valientes pueden segar algunos deber ser de nuestra invisible —pero omnipresente— ideología literaria: despojamiento, sentimiento, humanismo, corrección, reconocimiento, legibilidad, placer, entretenimiento, espectáculo, ausencia de maniqueísmo, elegancia, cosmopolitismo, sense of humor… Además, sería preferible no olvidar que el adelgazamiento minimalista es una forma más de arte barroco.

23. Ser valiente es estar dispuesto a morir. Ser valiente es arriesgarse a la invisibilidad.

24. Entre los textos minimalistas solo me gustan los que son decididamente anoréxicos. Los que denotan una enfermedad y nos hablan de una literatura enferma en una realidad enferma. Y escribo esto sin ningún tremendismo y sin ninguna ironía.

25. Cuando quedo con mis amigos escritores, no nos gusta hablar de literatura, sino de lo ricas que están las cervezas frías, de dónde iremos las próximas vacaciones, de quién murió o quién sobrevive. Por dónde andarán jugando los niños. De lo mucho que nos apetecería un buen plato de torreznos.

26. Cuando leo, siempre lo hago con un lápiz al lado. Con la punta de grafito perfectamente afilada.

27. Cuando quedo con los amigos que no son escritores, inevitablemente sale el tema de la literatura. Y a menudo me siento molesta y no sé qué decir. Pero también me sentiría molesta si el tema no saliera. Somos unos inconformistas. O unos imbéciles.

28. Con los años he descubierto algunas cosas que no sabía de mí y que los otros al leerme me descubren: yo creí que era materialista, pero ahora resulta que soy shopenhaueriana. Bueno, no me importa.

29. Esta es mi última palabra sobre la literatura:

Anoche soñé que había vuelto a Manderley…

Y yo le dije a la voz de doblaje de Joan Fontaine
que era una perra, una perra mentirosa.

Entonces, como todos los que sueñan, me sentí de repente
dotada de una fuerza sobrenatural…

La voz, tan cursi y comprensiva, del doblaje de Joan Fontaine
soñaba sueños extraños.

Aquel pobre hilillo blanco que un día fue nuestro camino
avanzaba más y más…

Y yo le dije a la voz de doblaje de Joan Fontaine
que era una perra, una perra mentirosa*..

30. Llevo un salacot. Soy una mujer de mi tiempo: busco explorar los límites entre los géneros literarios. Este punto es una prueba de la verdad del punto anterior, y este cuento una evidencia de la verdad de este mismo punto. Todo cuadra. Aunque lo que más me interesa son las excrecencias y la ganga del mineral.

(nota al pie) * Perra mentirosa, Bartleby Editores, Madrid, 2010.