Los oficios del libro

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El acierto y el error

Elvira Navarro

Hace unos meses me invitaron a hablar sobre (así llamaron al evento) La esencia en las pequeñas cosas en la madrileña librería La Central. Aunque se trataba de un diálogo con Unai Elorriaga, el miedo escénico me llevó a escribir unas líneas sobre la escurridiza cuestión. Poco tiempo después, la editora Remedios Perni me pidió un artículo para la revista Josefina la Cantante. Ambos textos son dos caras de esa moneda de infinitas faces que a los escritores nos trae de cabeza: la bondad de lo que uno escribe. Ahí van, o eso creo, un par de orientaciones:

1. El acierto

Escucho la palabra esencia y me veo huyendo extrañamente a su encuentro, en plan Sócrates, a quien le dieron cicuta por dar la lata con este asunto. Sócrates bombardeaba a sus contemporáneos con preguntas pesadas y de apariencia estúpida, como «¿Qué es un zapato?». La pesadez y la estupidez rozaban el absurdo cuando el filósofo desechaba las respuestas de los escépticos sofistas y de los poetas, y el «¿Qué es un zapato?», es decir, la pregunta por la esencia, volvía a ponerse sobre la mesa. Ya sé que no estoy convocada aquí para hablar de filosofía, sino de literatura; sin embargo, Sócrates me sirve para plantear el asunto de una manera que tal vez sea todavía pertinente.
Muerta la metafísica, la esencia, y esto lo dice hasta la Wikipedia, no es hoy más que una propiedad que define a un objeto de estudio. Traduzcamos ya a lo literario en términos de eficacia: ese adjetivo que da la medida exacta del asunto; ese ritmo de las frases y de los párrafos que, al igual que el adjetivo, vuelve a dar una medida justa, un exactísimo acontecer donde los llamados narradores puros se juegan el pellejo; una metáfora, un silencio, cómo dialogan unos personajes; ese algo llamado voz, que por sí sola a veces hace valer un cuento o una novela de setecientas páginas. Da vergüenza mentar la esencia si no es mediante esa sucesión: adjetivo, ritmo, metáfora. Da vergüenza porque parece que sea sinónima de aquella vieja alma que transmigraba de un cuerpo a otro, y que permanecía inmutable. Sin embargo, cuando releo lo que acabo de escribir, me doy cuenta de que lo importante no es el adjetivo, ni el ritmo, ni la voz en tanto que propiedades que definen un objeto de estudio, la literatura en este caso, sino el «ese» de la enumeración (ese adjetivo que de repente da la medida exacta del asunto, ese ritmo de las frases y de los párrafos, esa metáfora, esa voz). El tal «ese» recuerda un poco lo pesado que era Sócrates cuando preguntaba una y otra vez por la esencia del zapato. Algo parecido nos pasa hoy a los que escribimos: hay toneladas de teoría literaria donde se nos dice qué es lo que funciona y lo que no, lo que es capaz de dar cuenta de nuestro tiempo y lo que solo es ya una forma marchita, qué debe considerarse arte. No obstante, todo ello no explica lo esencial: por qué una obra funciona, sea postmoderna, clásica o costumbrista. Y es que el «ese», la esencia, no está en lo grande sino en lo pequeño, en lo tan pequeño que se escapa a cualquier categorización con pretensiones totalitarias. Tengo a veces la impresión de que los discursos que se posicionan en lo grande (qué estructuras, qué narradores, qué sentimentalidad deben regir una novela o un cuento) no son más que un género literario y de que, en ese sentido, solo pueden decir cosas válidas con respecto a sí mismos. Ensimismarse. Exagero y no. César Aira afirma en Cómo me reí que lo que hace que un texto cobre vida son detalles tan pequeños y orgánicos que resultan difíciles de precisar. David Foster Wallace, en El Dostoievski de Joseph Frank, suelta algo tan esotérico como: «Ese sello distintivo y singular de sí mismo es una de las razones principales por las que los lectores llegan a amar a un autor. Esa forma en que uno puede distinguir, a menudo leyendo solo un par de párrafos, que algo ha sido escrito por Dickens, o Chéjov, o Woolf, o Salinger, o Coetzee, u Ozick. Se trata de una cualidad que es casi imposible de describir o de explicar directamente: casi siempre se presenta como una vibración, algo así como el perfume de una sensibilidad, y los intentos que llevan a cabo los críticos de reducirlo a puras cuestiones de “estilo” son casi universalmente cutres». También James Wood, en Los mecanismos de la ficción, va en esa línea cuando, tras argumentar que todo es convención, señala que lo único que revitaliza a un texto es el microhallazgo (pónganse a definir el término: si no recurren a todo tipo de ejemplos, se quedarán en un abstractísimo lugar común). Habíamos dicho, sí, que a Sócrates le bastaba con preguntar por los zapatos para armarla gorda.

2. El error

Hay libros que rezuman seguridad desde la primera línea. En ellos la factura del texto es impecable, y se nos muestra cerrada, misteriosa; incluso cuando juegan a revelar sus engranajes, tal exhibición parece natural. La brevedad permite, y exige, que el margen de error (siempre hay error) sea pequeño; en una novela larga, en cambio, es raro que no llegue un momento en que la vacilación del autor y los mamporros que se ha dado para atravesar ciertos pasajes canten como un olor de pies. Pienso que muchas veces lo que determina que una ficción vaya todo lo lejos que puede es aceptar una imperfección de semejante calibre, es decir, una imperfección que no es de una frase ni de un párrafo, sino de treinta, cincuenta o cien páginas. Lo pienso así porque detecto pasajes mediocres en escritores que me apabullan. Si estos escritores, me digo, han renunciado a mejorar una parte del libro, es que no puede mejorarse. Observo también este fenómeno en los manuscritos de mis alumnos: resulta fácil señalar lo que está claramente mal, lo que sobra; sin embargo, siempre hay fallas que parecen hacer burla de las buenas intenciones. Fallas inconcretas, resbaladizas. Cuando mis alumnos tratan de arreglar esas zonas oscuras, lo que me traen siempre es peor.
Hay ficciones que piden la brevedad, o la media distancia, y el lector no echa de menos nada. Pero hay otras que se quedan a medio camino, que lo que necesitaban eran cien o doscientas páginas más. Se nota entonces el esfuerzo que el autor ha hecho por condensar, puesto que no quería dejarse ningún asunto en el tintero, lo que no requería condensación, sino largura y ligereza. En estos casos, jamás pienso que el escritor no sea capaz de escribir largo, sino que no se atreve a asumir la necesaria imperfección que conlleva: esas treinta, cincuenta o cien páginas vacilantes. Creo asimismo que el mencionado esfuerzo por condensar, por evitar una falla que desemboca en otra más grave, termina por agotar al escritor y al lector.
Los escritores de alto voltaje poético suelen salir mejor parados de las caídas que los narradores puros o los ensayistas. Recuerdo ahora Las partículas elementales de Michel Houellebecq, con sus aburridas y hasta cierto punto tópicas genealogías, o el inicio (¿sería realmente el inicio, o la autora lo dispuso luego así?) de Testo yonqui de Beatriz Preciado, libro inmenso y revolucionario cuyo arranque me hizo dudar. La verdad es que aprendo siempre más de escritores como Houellebecq o Preciado que de otros de corte impecable, porque los que se equivocan me enseñan el error y el camino para salir de él. Porque son falibles, pero se atreven a ir lejos con su falibilidad, y en ese sentido demuestran una valentía que no siempre acude a nuestra llamada de socorro, y que es necesaria para escribir.