Los oficios del libro

El lector

Hipólito G. Navarro

Para Marcelo Cohen, xava bogavante

Lo había visto antes cuatro veces, siempre el mismo día 10 de cuatro meses seguidos, los que van de diciembre a marzo, el lapso del invierno anterior a mi matrimonio. La primera vez apenas si me fijé en él, únicamente el momento de la sorpresa, lo inaudito del caso, un loco más de los que en el mundo son. El 10 de enero, a la sorpresa del mes anterior se unieron la repetición, los comentarios de los que lo veían de nuevo como si no se hubiese movido en todo el tiempo, las risas de los que pasaban y una fatal coincidencia para mí. Para febrero lo estuve esperando, y mantuve con él una muda y tensa relación durante tres dilatadas horas, espiándolo descaradamente. Y antes que hoy —y de eso hace ya media docena de años, el tiempo suficiente para haberlo olvidado a conciencia y haberme casado y tenido una hija que ahora estará con su madre disfrutando de la pensión que les paso—, lo vi por penúltima vez aquel ya lejano 10 de marzo, el inquietante cuarto encuentro en la espera compartida.
Lo único que sobre él tuve claro en aquel tiempo es que la letra por la que debía de comenzar su apellido estaría comprendida entre la A y la F en el orden del alfabeto, y que estaba tan parado como yo y los demás que en densas colas rodeando la manzana del banco esperábamos la menuda ayuda que la Administración ofrece a los desposeídos de ese supuesto derecho que es tener trabajo. Poco más pude averiguar. En las colas del paro, como en cualquier otra mediana adversidad, la gente hace causa común y para matar el tiempo se entretiene contando batallitas, asaltos ganados al aparato burocrático mayormente, y regalando sabios consejos para eludir a las haciendas públicas o trampas que luego no funcionan para intervenir el avance de los contadores del gas o la electricidad. Estas ingenuas guerras y poco más puede aprenderse en tales circunstancias; cansarse los pies y las orejas en esperas de hasta tres horas, empaparse hasta los tuétanos cuando llueve, cagarse en todos los muertos de los que hemos elegido para gobernar y putear a coro a los listillos de turno que se quieren colar con los más inverosímiles argumentos. Esto, y leer. Y leer es lo que hacía aquel individuo con pintas de loco, instalado entre las guerras de los demás como en un capullo, aislado del cabreo común, devorando páginas sin prestar atención a todo lo que no fuesen las historias de sus libros.
La primera vez que lo vi me hizo mucha gracia. No dejaba de tenerla la originalidad de haberse llevado a la espera infinita del paro la confortable butaca playera, instalado en ella su gigantesco paraguas portugués que lo protegía del sol lo mismo que del agua, y la cestilla con los víveres. Mucha gracia y mosqueo. Las primeras sonrisas de la gente se tornaron en caras de fastidio cuando al cabo de dos horas de esperar los pies estaban ya morcillones y el aburrimiento presidía el más pintado y animoso de los improvisados círculos de contertulios. Para entonces se hacía muy cuesta arriba contemplar a aquel individuo engullendo un nuevo emparedado con toda su parafernalia de patatas fritas, lata de refresco y postre como si la cosa no fuese con él.
A mí, sin embargo, me acortó la espera, y su actitud ensimismada me dio motivos para capitularme de nuevo. El estar yo en las colas del paro me era menos gravoso que para el resto de los allí jodidos, sempiternos en el oficio la mayoría. Lo mío era coyuntural, un amaño con la empresa para sacar ella un capital adicional en subvenciones del Estado cuando nos volviese a contratar, y nosotros, sus empleados, unas vacaciones pagadas con el setenta y cinco por ciento de un buen sueldo sin hacer el huevo. Así se hablaron las cosas en principio, luego fueron otras flautas las que sonaron. De hecho, mi matrimonio triturado en apenas cinco años, y el haberme encontrado hoy con aquel individuo ya olvidado tienen una relación más que directa con la faena de la empresa, los posteriores e infructuosos paseos por la Magistratura de Trabajo y los consiguientes desangramientos por parte de afiladas minutas de la abogacía. Mejor no pensar en ello.
La segunda vez que lo vi, no por avisado dejó de sorprenderme, como intuí que le pasó a la mayoría. Si en el 10 de diciembre habían sido primero risas y luego maliciosos comentarios sobre la comodidad y el ejemplo que deberían dar los parados con su actitud de sufriente resignación, en aquel nuevo día 10, recién estrenado el año, esa nueva vida que se augura con las uvas y el magisterio silencioso que había ofrecido un mes antes el individuo, que voy a llamar X, iniciaron un lento, prometedor contagio en la cola. Aunque sin tanta delectación como X, aquí y allá podían verse algunas disimuladas sillitas de playa en el grueso de una cola que seguía aguantando estoicamente de pie las tres y cuatro horas obligadas de la espera. Las conté. Eran más de veinte. Sin embargo, no vi a nadie más leyendo un libro. Las enseñanzas de X corrían todas en la misma dirección.
He de confesar que yo mismo no fui capaz de sacar del bolsillo de la chaqueta el libro de Burroughs que había echado para matar el tiempo, primero por las inevitables comparaciones a que daría lugar, segundo porque nunca me ha gustado que lean por encima de mi hombro, y tercero y más que nada porque me espantó ver en las manos de X un ejemplar de la misma edición que yo llevaba. La quisquillosidad de aquella coincidencia me mantuvo las tres horas de la espera en una actitud desafiante al acecho de cualquier mirada de X que se cruzara con la mía. Pero no fue así. En todo el tiempo no levantó los ojos de las páginas más que para hurgar en el condumio o quitarse los zapatos, y muy posiblemente le dio tiempo para acabar con las trescientas páginas llenas de drogadictos en las que luego tuve yo que emplear más de una semana.
Estaban todavía lejos la guarrada de la empresa y los follones judiciales, por lo que continué vagando por los pensamientos más inverosímiles, atendiendo a las conversaciones ajenas y a los ojos de X, sintiéndome solo espectador privilegiado dentro de una legión de pobres diablos que se la debía ver en figurillas para llegar a fin de mes. Tenía por delante el vasto territorio de ocho meses para acometer definitivamente un proyecto de escritura novelística sin el agobio del trabajo, y la ingenua solución del matrimonio para acabar con el trasiego de kilómetros para ver a diario a una novia que en el fondo no quería. En esos devaneos imaginativos entraba una escena muy vívida que me ofrecía un espectáculo similar al real, con unos cambios sustanciales en la esencia: X, en lugar de fastidiarme leyendo el mismo libro que yo tenía escondido en el bolsillo, leía con fruición una novela salida de mis lápices, y olvidando su mutismo se deshacía en elogios para con el texto en cuestión y pregonaba a los cuatro vientos de la cola sus excelencias. No fue esa ni la primera vez ni la última que imágenes similares me acosaron durante semanas, llenas de laureles a priori, dejándome poco tiempo para llevar a efecto la intención. Luego de fantasear volvía a vigilar cualquier mirada de X, sospechando alguna intencionalidad en la elección del libro, y me dejaba transitar por cavilaciones del siguiente tenor: que para el mes siguiente iba yo a elegir un libro raro, difícil, a ver si tenía X cojones de copiarme la idea; que si el banco abría sus puertas al cobro a las cinco de la tarde y llegando a las tres ya estaba allí X con sus bártulos, llegaría yo dos horas antes para vigilar el arribo de semejante individuo —si es que X no llegaba el día anterior y vivaqueaba al relente con una linterna colgada del paraguas—, y que por mi madre que en lugar de estar a tantos metros de él en la cola y simular paseos descansando las piernas para ver su rostro y qué leía, iba a colocarme justo a su lado para así espiarlo a placer.
De tal manera me conduje el 10 de febrero, apostándome en un lugar desde donde podía vigilar la llegada de las gentes a la cola, y escondiendo en el bolsillo una edición poco conocida de El ladrón, de George Darien.
Los parados más inquietos hicieron su aparición por el lugar alrededor de las dos de la tarde, apenas una hora después de iniciarse mi labor de vigilancia. Las sillas de playa ya no parecían un objeto para la burla y el chiste. Menudeaban.
Faltaban diez minutos para las tres cuando vi aparecer a X cargado con sus cosas, y no tuve más remedio que improvisar una leve carrerilla para hacer coincidir su llegada a la cola con la mía. No puedo asegurarlo ahora, pero juraría que una sonrisa maliciosa brilló en sus ojos cuando saludé con el buenas tardes de rigor. Igual fueron imaginaciones mías, pues tenía muchas por aquellos días de arreglo del piso conyugal y amagos literarios que acababan indefectiblemente en el cubo de la basura.
Desplegó X sus pertrechos como el saltimbanqui de feria su kiosco, haciendo caso omiso a la curiosidad de las gentes, sabiendo que el negocio se establece después, una vez fijado el reclamo histriónico de la decoración. Así, cuando ya en zapatillas y orientado el paraguas a un sol que más que despreciar se apetecía, estuvo X dispuesto para su ocupación lectora de escaparate.
No obstante ser muchos los pares de ojos que estaban pendientes de cada uno de sus movimientos, sospecho que ninguno de esos pares rastreaba con tanta ansiedad como los míos no ya lo que podía verse sino lo que aún quedaba por ver. Para mis ojos, desde luego, mejor habría sido no verlo: allí estaba, con su misma portada blanquísima y las letras en rojo. El ladrón. Tuve que palpar el bolsillo de la chaqueta para asegurarme de que no me lo había robado.
¿Quién era X?, ¿o es que tenía yo una capacidad adivinatoria escondida que había que amaestrar? No fui capaz de hablarle, no me dio ocasión. Durante tres horas me estuvo invadiendo un sudor frío incontrolable, desmesurado. «Lo sigo. Cuando hayamos cobrado lo sigo. Me enfrento a él en un callejón y le pido explicaciones». No podía quitarle los ojos de encima.
«Nada de explicaciones. Me lo cargo en el acto. Le quito el paraguas y se lo clavo en la barriga. Y me llevo los billetes y el libro. O se los dejo. Lo mato, hostias, lo mato». Soy una persona pacífica, nunca me alimentan pensamientos criminales, pero aquel 10 de febrero estuve tres horas barajando asesinatos y fórmulas para escapar de la policía, sintiendo en el pellejo el acto ya consumado, derritiéndome en un sudor inédito que habría de descubrir a los demás mis intenciones. Cómo pude escapar de la alucinación no me lo explico. Tal vez X, en su silencio de lector, hacía obrar sobre mí un inusitado poder, y con la misma fuerza que me lo impuso supo arrebatármelo cuando se volvía contra él. La verdad es que cuando ya no quedaban más de diez minutos para entrar en el banco a cobrar, mascullé algunas excusas sin sentido a los que tras de mí esperaban el turno, y dejé pasar delante a muchos, separándome de X lo suficiente como para no verlo más.
Estas cosas, cuando pasan, lo mejor es no contarlas a nadie. Delirios de novelista. Cuando ya estuve calmado en casa comprendí las razones: había puesto yo mi parte en el misterio desde la misma elección del título del libro, y más desde la intención de espiar a mi compañero en la cola; es más, llegada la calma mayor del día siguiente, no podría haber asegurado que el libro que leía X fuese el de George Darien. Mi imperiosa necesidad de buscar un argumento novelable me jugaba aquella mala pasada; la misma ansiedad por ver en manos de X un libro salido de mí mismo posiblemente me habría hecho ver en ellas el libro que llevaba en el bolsillo. No había que darle más vueltas.
Para confirmar que no era más que mi predisposición hacia la escritura lo que me hizo pasar tan mal rato, decidí llevar al mes siguiente un libro más raro todavía. Un mes tenía para buscarlo. Al cabo de dos semanas di con uno que bien podría haber valido la pena, El diablo en las colinas, de Pavese, pero finalmente fue desechado por el título y la posibilidad de coincidencia, y en el último instante, antes de salir para ocupar el sitio en la cola, se me ocurrió llevarme un libro que más que libro era una putada: El libertinaje, de Louis Aragon.
Con la convicción de que no cabía la más remota posibilidad de acierto por parte de X, ocupé mi lugar en la espera poco después de las dos y media de aquel 10 de marzo, detrás mismo de una mujer que, sin saberlo, a punto estuvo de romper mi matrimonio antes de que este fuera tal. X no se hizo esperar demasiado. Doce o trece personas me separaban de él.
Sacó el libro con decisión, miró la portada, tal vez leyó algo en la contracubierta que no le gustó demasiado y volvió a guardarlo. ¿No iba a leer aquel día? Me equivocaba. Dios, cómo me equivocaba. Sacó minutos después un segundo libro, que sí empezó a leer con el frenesí que yo había visto las tres veces anteriores. Me palpé el libro de Aragon en el bolsillo de la chaqueta. No, esta vez no podía ser.
Miedo no tuve cuando decidí simular el paseo y ver qué estaba leyendo, no lo sentí incluso cuando se confirmó su elección del mismísimo libro, por increíble que parezca; el miedo me atenazó de verdad cuando creí adivinar qué libro había sido el desechado en un primer instante.
Lo último que vi de X aquel día fue la sonrisa finísima que me ofreció al pasar a su lado, antes de que me decidiera por abandonar mi sitio para volver a la última hora, cuando él ya no estuviese allí.
Cuando el 10 de abril nos dimos cuenta de que no iba a venir, comenzaron entonces otra vez los chistes en la cola: «la de hijos que ha dejado entre los parados, todos con sus sillitas», «a lo mejor lo han contratado en un circo», «a ese lo tienen los del gobierno cuatro o cinco meses en cada cola del paro para apaciguar los ánimos». Yo me mantuve en silencio, aletargado, con tres libros raros en los bolsillos. Todavía hoy me niego a leerlos.
Ya no vi más a X. Hasta hoy.
En el mientras tanto vinieron la boda, la niña —hay que ver lo fácil que se preña Josefina—, los pañales y la jugarreta empresarial, que ya lo trastocó todo por completo. Fue el cúmulo de problemas lo que más me ayudó a olvidar a X. Mi matrimonio fue un desastre, pero esa no es la historia que estoy contando ahora. La niña, Susana —se empeñó su señora madre—, ya no usa pañales y la voy queriendo a rabiar de domingo en domingo. La faena de la empresa tuvo finalmente el beneplácito de todos los poderes públicos y yo me he dedicado a escribir sin fortuna hasta el momento presente, viviendo de las ridículas prestaciones del desempleo y chapuceando en lo que me apetece y puedo. Entrego mi cantidad convenida en la separación y así cumplo mi parte. Mi ex mujer está más guapa, mucho más desde que cohabita con amante.

Para la profesionalización que pretendo con mis escritos prometió ayudarme mi ex mujer, pues poco le costaba presentarme a su compañero, que es de los gordos en editorial bien prestigiosa, así que me arregló la cita para las once de esta misma mañana, y allí me fui con la carpeta bien rellena de la última novela, a ver si le gusta o le parece publicable al que ahora se pretende padre de Susana entre lunes y sábado, el principal lector de la casa, que es, clara y obviamente, X.

Para la profesionalización que pretendo con mis escritos prometió ayudarme mi ex mujer, pues poco le costaba presentarme a su compañero, que es de los gordos en editorial bien prestigiosa, así que me arregló la cita para las once de esta misma mañana, y allí me fui con la carpeta bien rellena de la última novela, a ver si le gusta o le parece publicable al que ahora se pretende padre de Susana entre lunes y sábado, el principal lector de la casa, que desde luego no es, como en algún momento pude haber imaginado, X.
A X me lo encontré después, a la salida de la inservible y mínima entrevista, yo ya sin la carpeta, X con una idéntica guiándola en breve balanceo al mismo sitio.
En la misma puerta del edificio lo decido: como meses de paro —quiero suponer—, tiempo y libros es lo que me sobra, compraré finalmente, a lo más tardar mañana, la sillita de playa y el paraguas.

Para la profesionalización que pretendo con mis escritos prometió ayudarme mi ex mujer, pues poco le costaba presentarme a su compañero, que es de los gordos en editorial bien prestigiosa, así que me arregló la cita para las once de esta misma mañana, y allí me fui con la carpeta bien rellena de la última novela, a ver si le gusta o le parece publicable al que ahora se pretende padre de Susana entre lunes y sábado, el principal lector de la casa, que desde luego no es, como en algún momento pude haber imaginado, X.
A X me lo encontré después, a la salida de la inservible y mínima entrevista, yo ya sin la carpeta, X con una idéntica guiándola en breve balanceo al mismo sitio.
En la puerta del edificio espero ahora más en calma. Sin nada que leer, fumo y me tiento en el bolsillo. Cierto, pocos billetes me ha costado la barbaridad de esta navaja, pero es la justa: incluyéndome en el lote, para cualquiera de los tres me vale.