Los oficios del libro

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El enigma carmelita

Jorge Eduardo Benavides

A Eduardo Becerra

Realmente no le había ido mal con la última novela, no señor, se dijo Costas dándole un primer y refrescante sorbo a su dry martini, acodado en la barra del bar, escuchando la versión ligera de la Garota de Ipanema que interpretaba un músico al piano. La novela aún no vendía como la anterior, era cierto, pero todo se andaría, de eso estaba seguro. Y así se lo confió por teléfono nada más llegar al hotel al bueno de Paco García Luna, porque no se le ocurría con quién compartir, aunque fuera verbalmente, la maravilla de esas vistas, la dulzura del clima al que había escapado, lo bien que iban sus asuntos: hablaron de esto y de lo otro y, finalmente, García Luna le comentó algo de la novela, como quien no quiere la cosa.
Costas esperó un poco antes de contestar, relamiéndose de gusto con la respuesta que, al cabo, le dio: «Verás qué bien se vende, Paco, ya verás». «¿Igual que El enigma carmelita?», preguntó el otro con su guasón acento canario. «Igualín, igualín», dijo Costas, y colgó. Se tumbó un momento en la cama con los oídos zumbándole suavemente, seguro a causa del jet lag, se dio una ducha larga, se puso una camisa de lino y recién entonces bajó al bar, como atraído por una estela de la melodía que interpretaba un músico en el piano del hotel: Garota de Ipanema, cómo no…
De manera que ahora, por los ventanales del bar del hotel veía el trajinar de los bañistas que iban y venían de la playa cercana, como diligentes hormigas que ora buscaban el calor de la arena, ora la frescura del mar. No pudo sustraerse a la pequeña maldad de pensar en el cambio de hemisferio, en que allá en Madrid todos andarían en estos momentos con un frío que pelaba, sin siquiera poder soñar con esta visión de un océano azul de donde emergían unas impresionantes garotas casi desnudas, como diosas marinas talladas en la más lustrosa de las caobas, verdaderas ofrendas de un Neptuno algo lascivo o más bien sicalíptico, como hubiera dicho Ernesto Díez con esa manía suya de complicar siempre las cosas y hablar en difícil, salpimentando su conversación con esdrújulas e hipercultismos. Nada más pensar en Díez y se le fue a la quinta puñeta el dry martini a Costas, lo encontró súbitamente aguado, le exigió otro al barman, que lo miró sonriente y perplejo, qué barbaridad, un verdadero coñazo Ernesto Díez, con esa pose de perdona vidas cada vez que hablaba de libros, y aquella autosuficiencia para desdeñar todo lo que él consideraba literatura de evasión, es decir, el noventa y nueve por ciento de lo que se publicaba en español, según él. Pero siempre había sido así, reconcomido por el rencor y la fatuidad de creer que la literatura es el fuego robado a los dioses y no un simple entretenimiento.
Pero para evasión…, se dijo Costas encendido ya por un destello de regocijo malicioso mientras aceptaba su nueva copa, ¡para evasión la suya! Aquí, en el Copacabana Palace —cinco estrellas, plena avenida Atlántica, las mejores vistas de Río—, a diez horas de vuelo del áspero frío madrileño, del tostón de las presentaciones y los saraos con escritores igualitos a Díez: Ildefonso Martínez, el soplagaitas de Fele Plasencia —otro que tal—, que se creían los indiscutibles amos del cotarro, los escritores magníficos que iban a pasar a la posteridad y que recogerían con el tiempo el tributo bien merecido del reconocimiento, el dinero y la fama que esta época inexplicable de mala literatura y espurios editores les negaba. Ahora Costas se maravillaba de que hubiera habido un tiempo en que las novelas de Ernesto Díez le parecieran realmente buenas. Qué decía buenas: magníficas…, como a muchos de los amigos, que veneraban a Díez y en lo profundo de sí mismos, con toda seguridad, se aburrían de esas largas disquisiciones morales, de esos indigestos andamiajes técnicos por los que el lector corría siempre el riesgo de caer, precipitándose sin remedio en el aburrimiento más puro.
«No es justo que no se le haga caso al viejo Díez». Así mismo se lo dijeron Ildefonso y Fele el otro día en el Del Diego, ya con un par de martinis de más, lacrimosos y un poco ebrios, pero más que de alcohol, de envidia, pues al hablar de su mentor hablaban de sí mismos, de su propio fracaso como escritores. Y lo miraban de vez en cuando suspicaces, como a un traidor o un vendido, como solo los envidiosos saben mirar a quienes les va bien, como a alguien que ha cometido la alta traición que significa para ellos el triunfo. Y todo porque Costas había vendido un par de libros en los que nadie creía obteniendo con ellos un buen pellizco. Y aunque ambos querían exactamente lo mismo —por eso se le acercaban, por eso lo buscaban desde que dejó a su agente, Laura Olivo—, igual Costas sabía muy bien lo que murmuraban a sus espaldas sobre aquellas dos novelas, especialmente acerca de El enigma carmelita, ni que fuera tonto. Pero claro que no se atrevían a decir ni una palabra delante de él, y menos cuando era Costas quien invitaba a las comilonas y a los whiskys y a los martinis (a los que todos eran tan afectos), con una prodigalidad que rayaba en la desmesura…, y muchísimo menos si andaba por ahí Paco García Luna, al que realmente detestaban con un fervor digno de contemplarse. Porque a Paco lo detestaban desde siempre, además, pues era la encarnación de todo lo que ellos consideraban el peor de los oprobios literarios.
Aunque el verdadero coñazo era Ernesto Díez, se agrió Costas nuevamente, dándole un buen sorbo a su dry martini para contrarrestar el mal sabor de aquel pensamiento. Pero es que, por desgracia, al infeliz ahora se lo encontraba en todas partes, y no solo en los saraos de Planeta o de Alfaguara, sino en reuniones que Díez había propiciado con un empecinamiento que empezó a poner nervioso a Costas, que ya no sabía cómo ocultarse, cómo zigzaguear por los pasadizos cada día más estrechos en los que se había convertido su vida desde que Díez se empeñara en abordarlo, mirándolo a veces con reprobación y otras con una cara de perro apaleado que realmente le agriaba el menor momento de tranquilidad o de alegría. Como la última vez, por ejemplo, se dijo acomodándose en la barra aún solitaria del bar y escuchando las tenues melodías que ensayaba el pianista del hotel, intentando pensar en cosas más agradables. Pero era en vano, pues, sin que pudiera evitarlo, venía a su memoria ese momento tan desagradable. Al recordar aquella última escena en los pasillos del Hotel de Las Letras cuando festejaban la vigésima edición de El enigma carmelita, se le revolvió el estómago: la súplica, el tartamudeo, la invocación pueril de la amistad…
Felizmente que había reservado para dentro de media hora un servicio de masaje relajante en el Spa del hotel porque el solo hecho de pensar en Ernesto Díez le llenaba el cuello de contracturas. Y es que el pobre diablo, desde que supo que Costas había dejado a Laura Olivo, lo buscaba por todas partes. Al principio se acercaba haciéndose el encontradizo, «¡Hombre, qué tal, amigo mío!». Después, ya sin pudor alguno. Con sus chaquetas anacrónicas y nevadas de caspa, con sus manuscritos ajados, metidos en esas carpetas antiguas y cutres, de un azul violáceo, buscándolo como quien no quiere la cosa, y Costas escapando, hasta que finalmente aquella noche lo acorraló para apelar a la vieja amistad, tartamudeando que tal vez Costas, que quizá con sus contactos, y que por favor le echara un vistazo: y le entregó aquella carpeta horrible, tragándose toda la maldita autosuficiencia de cuando se encontraban, por ejemplo, en el Círculo de Bellas Artes o en los jardines de un hotel donde se presentaba algún libro, y Díez dejaba claro que había acudido a aquella presentación poco menos que porque el editor o el propio autor se lo habían pedido de manera especial.
Vale. Y si era así, se preguntaba Costas disfrutando nuevamente de su bebida, contemplando el océano de un azul luminoso, ¿por qué demonios lo necesitaba precisamente a él para que intercediera por su novela (una cosa indigesta llena de aliteraciones y supuestas profundidades, ya le había echado un vistazo, vagamente asqueado, durante el vuelo que lo trajo a Río)? Sí, claro, porque El enigma carmelita, primero, y La Orden del Timple, después, significaron para Costas la holgura económica y la tranquilidad que nunca había tenido hasta el momento. Y que Laura Olivo se jodiera.
Recordó sus primeros años en Madrid, correteando de aquí para allá él también con sus manuscritos, tomando interminables cafés con Ildefonso y Fele, en el Gijón o en el Bandido Doblemente Armado, a veces unos dry martinis en el Del Diego.
Ernesto se uniría al grupo después, cuando llegó de Santander, con sus aires de escritor maldito dispuesto a poner las cosas en su sitio de una vez por todas en las letras españolas. Qué tipo. Todos exclamaban: «¡Es un verdadero iconoclasta!». Sí, claro, un iconoplasta, más bien. Pero por entonces él, Costas, lo veía como un gigante de la novela, un verdadero campeón de la Literatura con mayúscula. Claro, es que él también era un poquito así, a qué negarlo, y sobrevivía con unas traducciones mal pagadas y el trabajo como lector en la agencia de Laura Olivo…, y aunque conocía a medio mundo del ambiente literario madrileño, lo cierto es que nunca, nunca había podido encajar una sola de sus novelas, que se arrumbaron primero en un cajón, y después en un pendrive. La propia Laura Olivo, cuando él, temblando, le mostró los originales de sus dos novelas, lo miró con desdén y le dijo brutalmente: «Haz tú mismo el informe y me dices sinceramente si vale la pena publicar alguna de ellas. Costas, por favor…».
Y la verdad, estaba harto. Y miraba con desdén a Paco García Luna, que se había acercado a ellos alguna vez con su acentito canario y tratando de hacer migas: resulta que el pobre admiraba a Ernesto Díez. «Tanto y tanto», dijo arrebolado. De manera que lo sentaron con ellos en el Gijón, le dieron consejos cuando les leyó algunos capítulos de una de sus novelas, le explicaron que aquello que hacía no era verdadera literatura, que más bien era subliteratura (eso dijo Díez, sin reparo alguno), pero o García Luna era tonto del culo o no quería enterarse. Una tarde se cachondearon de él un poco feo y García Luna ya no volvió. Y Costas incluso se había burlado de El enigma carmelita y de La Orden del Timple cuando aquellas novelas le llegaron a sus manos, porque Laura prácticamente había tirado los manuscritos a la papelera y él, sin saber por qué, decidió leerlos. Y si al principio fue coña y desdén —eran novelas más simples que un sonajero, pensó ruborizado—, al poco tiempo le empezó a ganar la idea de que tal vez el equivocado era él y que sí, que podría venderlas. Y muy bien. Después de todo, Olivo las había despreciado, recordó terminando su martini y encaminándose al Spa para recibir un bien merecido masaje. Sí, Olivo las despreció sin siquiera mirarlas y él, de la noche a la mañana, después de leer enfebrecido aquellas páginas, supo que le gustaba la literatura como nunca. O más que nunca. Pero no para escribirla él. Sino para venderla. Y eso se le daba condenadamente bien. Allí estaba ya la masajista. Tendría que venir un día de estos con Paco García Luna, a ver si se lo ocurría alguna otra novela…