Los oficios del libro

El malestar ilustrado de Luis A.

Lola López Mondéjar

A Luis A. le invadía la angustia apenas pisaba el interior de una librería. Traspasado el umbral, sentía una molestia indefinida en la boca del estómago, un malestar sibilino que se le iba introduciendo en las tripas hasta provocarle náuseas.
—Un hartazgo de letra impresa, un empacho, un atracón —le decía, pleonástico, a su mujer, pasado lo peor.
La experiencia era tan amenazante que, con frecuencia, se veía a sí mismo saliendo del establecimiento tan solo diez minutos después de haber entrado, con el estómago encogido y la cabeza dándole vueltas, como si el torbellino de letras, su malicioso afán por introducírsele por los ojos, le hubiese mareado. El flujo y reflujo de títulos y autores lo envolvía, lo transportaba de acá para allá como a un pelele, dejándolo más ignorante que al principio, más desconcertado y más solo.
«La sobreabundancia de información, paradójicamente, nos conduce al solipsismo». Así de claro se lo había oído decir una semana antes a un conferenciante que disertaba sobre Internet. Fue precisamente cuando se disponía a comprar el último libro de ese autor, con la esperanza de que su lectura resolviera el enigma de su malestar informativo, cuando sufrió su crisis más aguda.
Sobre la mesa de novedades se exponían más de diez títulos que versaban sobre ese asunto de tan candente actualidad, según afirmaban sus contraportadas. Luis A. los tomó uno a uno entre sus manos, los hojeó someramente, y comprobó que, en las bibliografías de todos ellos, las referencias a otros libros y artículos sobre idéntico tema eran ingentes.
¿Ya? Se irritó. Apenas aparecía un hecho considerado significativo, un nuevo emergente social —decían los expertos—, cuando los estudiosos se lanzaban como hienas hambrientas sobre él para analizarlo, destriparlo y diseccionarlo con su escarpelo de palabras y conceptos también nuevos, abrumándole con sus conclusiones.
Se separó de la mesa de novedades con el estómago encogido y, sin percatarse de ello, apoyó su mano izquierda sobre la estantería giratoria que quedaba a su derecha, de modo que, al empezar a dar vueltas, los nombres de Flaubert, Woolf, Rimbaud, Sthendal, Linspector, Svevo, Mairiani, Calvino…, esto es, los que consideraba grandes de la literatura, le acribillaron las pupilas, dilatadas ya por la angustia, cual flechas reprobatorias que le herían en el mismísimo sitio del remordimiento, allí donde acumulaba los deberes no cumplidos.
Abandonar a los contemporáneos para honrar a los clásicos: esa y no otra era la solución, la promesa que se había hecho a sí mismo muchas veces sin llegar a cumplirla del todo, pues Luis A., a continuación, se objetaba: ¿qué clase de hombre era él si no conocía la expresión artística e intelectual de su tiempo? Rendido ante tamaña evidencia, se respondía: Nadie, no soy nadie. Ni siquiera podía considerarse digno de ser llamado Hombre. Además, leer a los clásicos le satisfacía, pero —le gustase o no— no le aportaba esa solidaridad de base, esa… podría llamarse empatía, o complicidad, ese reconocimiento en los otros que la lectura de sus contemporáneos le aportaba.
Un clásico y un moderno pues, arbitró. Aunque, bien pensado, debía releer a Shakespeare con frecuencia —era tan grande…— y, ¿cómo no?, intentar por undécima vez terminar de leer El Quijote, que lo acusaba de mentiroso desde el estante de su biblioteca. Miento por omisión, no lo olvides, le contestaba humildemente Luis A. en mudo diálogo con Cervantes, culpable también de esos silencios vanidosos que probaban ante los otros su conocimiento de la obra cumbre, y ante él su deuda sin saldar con el Siglo de Oro español.
Luis retiró su mano del estante y giró la cabeza hacia otro lado, justo —es justo decirlo— hacia otra de sus asignaturas pendientes: la Antropología. ¿Qué sabía Luis A. de antropología? Poco, más bien nada. Se había acercado a ella tiempo atrás preguntándose no recordaba qué, y la lectura de algún libro indispensable no había hecho más que acrecentar sus interrogantes, sus dudas. No entendía bien, por ejemplo, por qué si fueron los primates menos aptos para su propia organización grupal los primeros que descendieron de los árboles para adentrarse en la sabana, dando titubeantes pasos en la futura posición bípeda, por qué, entonces, se seguía afirmando que la evolución era la victoria del fuerte sobre el débil. ¿No era el inadaptado, el más vulnerable, el auténtico motor de los cambios? Luis A. no sabía qué responder, como no sabía tampoco dónde acudir para dar satisfacción a esa pregunta que, por lo demás —y a pesar de ser, como se consideraba, un hombre modesto—, le parecía altamente interesante. Le gustaba imaginar la marcha de la historia como la resultante de cambios introducidos por minorías marginales, por individuos inadaptados. Como él.
La cabeza, a estas alturas, le giraba a cien por hora y, dando tumbos, recaló en otra materia altamente problemática: la Filosofía. A decir verdad, también el filosófico había sido uno de sus intereses. La filosofía viva, solía decir él, desde Nietzsche a Derrida. Luis A. quería saber cuál era el estado actual de la cuestión filosófica, y para ello asistía puntualmente a las conferencias de reconocidas y eminentes figuras internacionales, que escuchaba sin perder detalle. Cuando el conferenciante, honesto, confesaba su propia confusión, Luis A. se sentía comprendido, más acompañado en su desorientación con la desorientación de los otros.
Pero ¡qué otros! El erudito traía a colación tal abundancia de citas, de autores, de referencias en griego, latín, francés e inglés, que Luis A. se animaba al principio, satisfecho, pero salía humillado después, al constatar sin paliativos su manifiesta ignorancia.
Aquella tarde la visión de los estantes repletos de libros de filosofía acabó con él. Directamente, con indiscreta rotundidad, Luis A. cayó al suelo cuan largo era ante la mirada inexpresiva de los demás clientes, quienes, superando con presteza la sorpresa inicial, acudieron a socorrerlo sin demora.
—Como una mujer, me caí al suelo como una mujer aprensiva —le dijo al médico al llegar a la puerta de urgencias.
El doctor, que era joven y estudiaba psicoanálisis, repitió imperturbable.
—¿Como una mujer?
Luis A. se detuvo un momento, sin reparar en la profundidad de la pregunta, y confirmó:
—Sí, sí, eso mismo he dicho.
El médico anotó la respuesta y lo miró, condescendiente, tan satisfecho de su perspicacia clínica como sorprendido por la inconsciencia de Luis A., que decía más de lo que creía decir con aquella enigmática frase. En efecto, pensó para sí el doctor, el paciente resumía su debilidad con una comparación espontánea entre su estado de impotencia y la imagen castrada de una fémina. Se felicitó interiormente el joven médico por su agudeza y, acto seguido, le recetó un ansiolítico. Días después, Luis A. le relataba a su mujer que, en el brevísimo tiempo en que permaneció desmayado, las letras del alfabeto —todas de colores, tal y como las imaginaba Nabokov— danzaban para él una obscena danza del vientre, colgando, cual eruditos flecos, de la provocativa falda hawaiana de Josephine Baker.
—Soy un enfermo de referencias —diagnosticó.