Los oficios del libro

El deseo

Cristina Cerrada

La escritora premiada está asomada al balcón. Está esperando a que llegue el hombre. Lo espera impaciente. Lo espera con anhelo. Quiere que llegue ya. Cuando se impacienta, la escritora premiada es como cualquier mujer.
A los pocos minutos, la escritora lo ve doblando la esquina. Ah, por fin está ahí. Ha llegado. La escritora premiada abandona el balcón y le abre la puerta de casa. Es una casa que ha comprado ella misma, con las ganancias de su último éxito editorial. Le gusta cada rincón de esa casa, cada tabique, cada habitación. Es la primera casa que le hace sentir así.
El hombre está ya frente a ella. Se le acerca. No le quita ojo, no deja de mirarla. La agasaja. La colma de atenciones. La escritora sonríe, se siente feliz. El hombre la lleva a la habitación. La desnuda. Empieza a follarla. La folla con entusiasmo. La escritora premiada está satisfecha.
Después de follar, mientras fuma un pitillo, la escritora recuerda otras veces en que también estuvo esperando que apareciese el hombre. No recuerda ahora mismo si las otras veces también se impacientó. Si lo esperó con anhelo. Sin sorpresa, cae en la cuenta de que todas aquellas veces el hombre acabó por llegar. Lo cierto es que siempre han acabado follando. Ahora que lo piensa, a la escritora esto le parece de lo más habitual. Ahí está, como siempre, el hombre. Tendido a su lado. La escritora lo mira. Recuerda el día que lo conoció. Estaba un poco achispada. La mejor escritora de la última década, así la definió el presentador, un escritor veterano proporcionado por la editorial. Ella no contradijo sus palabras, habló de esto y de aquello. No se puso nerviosa, hablar en público es algo que sabe hacer. Lo cierto es que disfrutó. Aunque hubo algo, no sabría decir qué, que no la dejó gozar plenamente.
Con el hombre fueron a tomar unas copas y luego una cosa llevó a otra. No es más que un joven diletante. Quizás algo más joven que ella. Habla mucho. Gesticula. Para impresionarla, piensa.
La escritora premiada lo mira. Arquea las cejas. Se pregunta cómo ha podido impacientarse tanto. Después de todo, ¿quién es él? Nada más que un hombre. Mientras aplasta el pitillo contra el cenicero, parpadea y sacude la cabeza. Le sorprende de veras haberse impacientado tanto por él.
La escritora premiada enciende otro cigarrillo y le ofrece uno a él. El hombre aún la estaba mirando. Parece que no se cansa de hacer siempre lo mismo. La escritora sonríe, finge que está interesada. Pero no lo está. Se aburre. El hombre la pone enferma. No lo puede evitar. ¿Por qué habrá venido? La mejor escritora de la última década, y ahí está, perdiendo el tiempo. ¿Por qué se le tienen que pegar todos los pelmazos? Debería estar escribiendo. Hay varias editoriales interesadas en su último libro, una novela sobre el poder. Aún le falta concretar alguna cosa, pulir los detalles, pero lo tiene ya casi acabado, lleva más de la mitad. Con aire distraído se mira las uñas. Después carraspea. Después mira el techo. Después reúne ambas manos encima del vientre y, con impaciencia, se pone a tamborilear los dedos.
Cuando ya le parece que no aguanta más, el hombre se marcha. La escritora finge estar contrariada. Pero en realidad le da igual. No lo dice, pero se alegra. Se siente reconfortada.
Lo acompaña a la puerta. Mira por la mirilla, comprueba que sí, que, en efecto, se va. Exhala un suspiro de alivio. Qué paz. Qué tranquilidad. La escritora premiada se relaja y sale a mirar al balcón. Enciende otro cigarrillo. Cierra los ojos. Toma aire e inspira profundamente. La vida fluyendo. La humanidad palpitando. Las calles, las luces de la ciudad.
En este estado, la escritora se entrega a pensamientos profundos. Piensa en la inmortalidad del alma. Suspira. Observa los pájaros. Suspira de nuevo. Piensa en su último premio y enciende otro cigarrillo. Sonríe. En la televisión. Se siente colmada. En la última propuesta de su editor, un hombre que la admira y que haría cualquier cosa por ella. En su nueva casa. Se siente completa. No necesita más.
Pasa la tarde sumida en estas meditaciones. De vez en cuando, siente el atisbo de aquel sentimiento que la inquietó durante la última presentación, pero lo ahuyenta encendiendo otro cigarrillo. Se siente tranquila. Se siente feliz. Se fuma el paquete entero. Se hace de noche. Se marchan los pájaros y la escritora eleva sus ojos al cielo. Todo está oscuro. No se ven las estrellas porque en la calle hay demasiada luz. Enciende la lamparita del balcón. Con tanto sosiego, teme ponerse melancólica. Va a la nevera y se prepara un sándwich de caviar. Regresa al balcón. Mira hacia abajo, pero no ve a nadie. Mira la hora. Mira el sándwich que se ha preparado y lo intenta comer, pero no tiene hambre. Se acuerda del hombre y de lo bien que han follado. Piensa si masturbarse, pero decide que no.
Abre el portátil e intenta escribir. Varias editoriales se disputan su gran novela sobre el poder. Es una historia dinástica, una gran saga familiar. Busca la frase donde lo dejó, escribe, la noche era húmeda, pero no se le ocurre nada más. Regresa al sándwich y al balcón, se acuerda del hombre otra vez. Se pregunta por qué se habrá ido tan pronto. Le parece raro. La escritora premiada se pregunta adónde tendría que ir. Al fin y al cabo, había quedado con ella. Ahora que lo piensa, es un joven guapo. Y no folla mal.
Poco a poco empieza a impacientarse. ¿Por qué habrá dejado que el hombre se fuera? Enciende otro cigarrillo. Le da un bocado a su sándwich de caviar. ¿Adónde tendría que ir? No lo entiende. No le encuentra razón. Se inclina un poco más sobre el balcón. Decide esperarlo. Puede que vuelva. A veces lo hace, no sería la primera vez. Pero hoy no, seguro que no.
Cada vez se va poniendo más nerviosa. Se muerde las uñas. Se retuerce las manos. Le parece increíble haber permitido que el hombre se fuera. Lo sigue esperando. Está más nerviosa cada vez. Lo espera impaciente. Quiere que llegue ya. La escritora está casi desesperada por que aparezca el hombre. Cuando se impacienta, la escritora premiada es como cualquier mujer.