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Después de describir a la protagonista, la dulce y angelical Conchita, se hace necesario hablar del motivo que llevó a tan cándida criatura a abandonar el camino correcto. Decir que se trata de un hombre valiente, aguerrido y un poco sanguinario sería simplificar demasiado su figura. Y es que Diego el mulato también tiene su corazoncito, escondido detrás de los bronceados pectorales. Hoy diríamos que es un joven con problemas de adaptación, víctima de las circunstancias. Proviene de una familia desestructurada: Su madre tiene un pasado y una procedencia “dudosos”, no en vano a nuestro Diego lo llaman “el Mulato”; Su padre es un delincuente reconocido y buscado, un filibustero (lo que se llevaba en el siglo XVII) y únicamente se ha mostrado orgulloso de su hijo cuando delinque a su imagen y semejanza. Pero muy en el fondo quizá Diego, el mulato, tenga escrúpulos. No en vano un ser capaz de enamorarse a primera vista y de enfrentarse a hordas de campechanos para fugarse con su amada, tiene que tener un espíritu romántico que ennoblezca su alma. Aunque se condene por nimiedades como quemar villas o cortar cabezas.

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El caso es que alguien con los antecedentes de nuestro protagonista tiene pocas probabilidades de acabar bien. Si su época hubiese sido la actual sería carne de cañón, de centros de menores primero y  de algo así como “Mujeres, hombres y viceversa” después. Defendería a su “chati” en las discotecas a puñetazo limpio y engrosaría la lista de la temida “generación ni ni”. Pero no, a nuestro Diego le tocó capear otros temporales con otras vicisitudes en una época en la que ser un “ni ni” no tenía la menor gracia así que tenía que dedicar su vida a algo y, ¿qué podría ofrecer él a una niña bien como Conchita? Poca cosa pensarán algunos, una vida apasionada y llena de aventuras pensarán otras…En cualquier caso, el pobre no tuvo otra opción que seguir los pasos de su padre (que, por desgracia, no era sastre ni posadero) claro que, de otro modo, la historia no tendría la menor importancia y nos estaríamos perdiendo una leyenda formidable.

Qué decir de nuestra heroína: Conchita. «Conchita, la bella e inocente Conchita, sobre todo, ídolo y encanto de su difunto padre, delicia de toda la familia y bello ornamento de la villa». ¡Hace falta un par para poner a la angelical Conchita en un pedestal, como «ornamento de la villa», a la altura de la estatua ecuestre de algún prócer mexicano! Pero nuestro Justo Sierra no se arredra y nos deja claro en una frase que Conchita es la niña que todo padre quiere que no crezca ni tenga opinión…

¡Para qué hacer una carrera en la Autónoma si a la niña la podemos casar bien con algún mozo de buena familia, tal vez hasta de la nuestra!  Pero el destino funesto siempre se cruza y a las niñas bien, recién en el umbral de la pubertad, a veces se les aparece uno de los malos-malotes, para desviarles del camino recto. Bibliografía sobre el asunto abunda,y muy variada por cierto:

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Nosotros a Conchita nos la imaginamos más pija que Lara Dibildos, para qué mentir… Delicada, de piel nívea y hasta rosadica, ojos azules turquesa como el mar de Yucatán, y movimientos gráciles para ir de casa a misa y de misa a casa… que los tiempos no daban para más juergas. El boceto que nos envía desde China nuestra colaboradora (prima de uno de nosotros, no diremos de quién para mantener la intriga) está tomado de una foto de su primera comunión: la chica ya estaba crecidita, claro.

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Evidentemente, el de Conchita es un caso paradigmático de sobreprotección filial, y como parece que un tiempo atrás un filibustero ávido de sangre se cargó a su padre, y Conchita no sabe muy bien qué hacer con el complejo de Electra, mucho nos tememos que la pobre se va a acabar enamorando del primer desarrapado de tez morena que se atreva a echarle el aliento.

Pero mejor no adelantamos acontecimientos…

¿Por qué el libro no se titula El pirata? Sería más fácil, ¿no?

Más fácil puede ser, pero históricamente correcto, no.  Nuestro querido autor, Justo Sierra O’Reilly  —el literato, jurista, político e historiador que difundía la historia de Yucatán, México a través de revistas culturales— salpicaba sus narrativas con hechos y figuras históricos.  En 1841 El filibustero apareció en la revista El Museo Yucateco.  La trama de la novela y de la historia real sucede en agosto de 1633 cuando Diego el Mulato y 500 hombres desembarcaron en la costa de San Román.  Lucharon en las calles y las plazuelas hasta que los españoles se retiraron al convento de San Francisco.

Los primeros filibusteros llegaron a la costa de San Francisco de Campeche en el año 1559.  En 1675, el capitán inglés William Dampier confirmó que había unos 250 filibusteros entre ingleses, irlandeses, holandeses, escoceses y portugueses. Los Tratados de Madrid entre España e Inglaterra y de Utrecht en 1713 finalizaron 128 años de piratería en las costas de Campeche.Mapa moderno de Campeche

La palabra “filibustero” viene del francés filibustier, del inglés free-booter, y, a su vez, del neerlandés vrijbuiter. Filibustero significa “el que hace botín libremente.” Al igual que los piratas, los filibusteros saqueaban y quemaban las casas, mataban a todos los que impedían los robos, incluso raptaban a las mujeres. Lo que diferencia a los filibusteros de los piratas es que los filibusteros no robaban y huían enseguida, sino que se quedaban allí en las costas donde saqueaban y construían casas con los árboles y arbustos que se hallaban en la tierra.

Los filibusteros, entre ellos, Diego el Mulato, no eran piratas típicos, así pues merecen este nombre distinto.Un filibustero

En la burbuja editorial en la que nos encontramos, las editoriales independientes están de moda. No solo han conseguido campear el temporal y, además, cosechar premios, sino que han hecho de la buena edición un ejemplo a seguir.

Nuestra editorial, Libros de la Ballena, surgió el año pasado en el Máster de Edición de la UAM. Es muy pequeña, pero con un claro propósito de formación de nuevos y buenos editores. Tan solo publica cuatro novedades al año…, de verdad, qué vergüenza, ahora que lo pensamos, ni siquiera contribuimos al frenesí de la publicación masiva… En fin, por cuestión de tiempo, los alumnos de cada curso editan un texto ya elegido por los estudiantes del año anterior. Para nosotros eligieron El filibustero, de Justo Sierra O’Reilly, una historia de amor y aventuras del s. XIX ambientada en la leyenda de Diego el Mulato.

Inmediatamente después de leer el texto, pensamos en las estrategias a seguir para venderlo a un público actual. Y nos preguntamos, ¿cómo conseguiremos el interés del público actual por una novela histórica de hace dos siglos? Bueno, fue algo más así como: ¿¿¿quién narices va a vender esto??? Además, cada uno de nosotros pensaba, sin comentarlo con el resto: ¿qué tipo de novela histórica es esta en la que la protagonista se desmaya constantemente y Diego el Mulato se asemeja al galán de los culebrones? Pero ninguno sabía expresar esta incertidumbre ni, mucho menos, resolverla. Gracias a la idea que nos lanzó Javier Azpeitia, le dimos una vuelta de tuerca y hoy trabajamos para que el futuro lector la reciba como la pequeña joya que es: una novela divertida al más estilo pulp, con aventuras de piratas de telón de fondo y una historia de amor y suspiros (y desmayos, ¡por supuesto!) como columna vertebral.

Y, ahora, nos sumergimos de nuevo en el gran océano de los libros para pescar con acierto (esperamos) un texto que sorprenda y entusiasme a los futuros editores del curso siguiente.

Al principio todo parece fácil. «Seguro que el primero nos dice que sí». «Es un caramelo para cualquiera». «Nuestra historia le gustará a todo el mundo, se matarán por hacérnoslo». «¡Si además le vamos a pagar!». Pero llega la cruda realidad: nadie tiene tiempo, disponibilidad o ganas.

Y es que encontrar un prologuista para tu futuro libro no es tarea fácil. El primer error es el nuestro: porque el libro es nuestro (aunque, en este caso, no lo hayamos escrito nosotros, ya que somos «solo» sus editores), nos gusta y nos encanta, y pensamos, en esa hinchazón orgullosa de sentirnos creadores, que poco menos que cualquiera se prestará a perder un brazo antes que dejar pasar la oportunidad de prologar semejante historión. Por eso, paremos, y dejemos a un lado nuestra ansia maternal de cuidar del retoño, de deleitarnos en su creación, porque parte de esa creación es que alguien nos prologue, y esa persona no lo ha parido como lo hemos hecho nosotros.

Así que nos ponemos manos a la obra. Empezamos el contacto con un maravilloso crítico de cine, columnista de un diario importante, pero no puede prologarnos, por acumulación de trabajos; nosotros le creemos y seguimos pensando que es maravilloso, pero no puede ser. Nos lanzamos a la calle, y nos plantamos en un estreno en el que esperamos encontrar a nuestra segunda opción, un director de cine, así de ambiciosos somos. Nuestro vestido de las ocasiones especiales se queda sin brillo cuando ni siquiera nos podemos acercar al photocall por donde ha de pasar nuestro objetivo… que no aparece en el anunciado estreno de su propia película. Como somos poco proclives al desaliento, seguimos buscando, y recurrimos a un contacto de una amiga periodista que nos pone en comunicación con la plana mayor de la sección de cultura de su periódico. Su intento es buenísimo, muy certero, pero nadie responde. Finalmente, encontramos a un autor, mexicano, como el autor de nuestro libro, que está encantado y dispuesto a prologarnos. Y no nos ha costado más esfuerzo que el pedírselo, solo teníamos que tenerlo realmente claro y saber con quién contar: con la mejor opción. Grande entre los grandes, Bernardo Fernández, «Bef».

Los caminos de la edición se nos antojan extraños e insondables, pero al fin nuestro prólogo ya está en marcha. Así que fumata blanca en nuestra humilde chimenea, de las vicisitudes pasadas para conseguir a la mano que mecerá la cuna del bebé ya no nos acordaremos más. ¡Habemus prologuistam!