Catálogo de libros

El rostro tocado por la pena

Gisèle Prassinos

Traducción y prólogo de Solène Delrieu

Ficha técnica

160 págs.
143 x 215 mm
Rústica
ISBN: 978-84-8344-871-7
PVP: 13,90 €

Edición y corrección:

Andrea Hervás Ramos, Gustavo Morales Ramírez, Alicia Mota de Gracia, Cristina Padilla Rodríguez, Sofía Parrilla Prado, Lorena Rozas Martínez, Francisco Sanfeliu Escuder, Julia Solsona Giménez, Inés Villasevil Ortega y Noelia Vizoso García.

La viajera imposible
Solène Delrieu

Yo me levanté de mi cadáver,
yo fui en busca de quien soy.
Peregrina de mí, he ido hacia la que
duerme en un país al viento.

Alejandra Pizarnik

 

De donde nace todo

¿Para qué llegan los libros a nuestras vidas? A todas nos ha pasado alguna vez: compramos un libro, seducidas por la crítica, aferradas al prestigio de alguna autora, leemos las primeras líneas, las primeras páginas quizá, lo dejamos en el escritorio y, por algún curioso fenómeno, este permanece allí, días y días, pasa del escritorio a la estantería, hasta que meses después volvemos a encontrarlo, todavía privado de nuestra lectura invasora. Allí se queda, impasible: no se ha entregado. Otros libros, en cambio, parecen impacientes por dejarse recorrer, explorar, adorar. Expansivos, suelen llegar coincidiendo con nuestros momentos de profunda indagación, unas veces con esos periodos de introspección neurótica, otras con la apertura de nuevos horizontes en los que cada una busca respuestas. Estos libros nos las ofrecen, y por eso los devoramos con avidez.

Así se acercó a mí El rostro tocado por la pena, una tarde de primavera madrileña. Todavía puedo recordar los escalofríos de placer al leerlo, en medio del calor de la terraza que ardía bajo el sol. El librito —la edición de bolsillo de Zulma (2004), que recupera el texto publicado por Prassinos en el sello Grasset (1964)— había llegado a mí tras un proceso de búsqueda fructífero y nebuloso. Siempre pasa eso con la investigación: imposible recordar con exactitud ni el punto de partida ni los caminos recorridos. Tener el objeto entre mis manos, adquirido con recelo en Amazon, de repente había aniquilado la memoria de esos desvelos. Lo mismo que cuando te despiertas en la cama después de una noche embriagada, feliz o pesarosa. Los pensamientos han desaparecido y solo quedan los pedazos de las sensaciones más intensas.

Medio borrosos, entre los fragmentos de los diferentes sueños que me condujeron a El rostro, se encuentran los caprichos del azar y la proyección idealizada —profundamente romántica— de lo que podría unirnos a Prassinos y a mí, traductora de una obra de la que me siento ahora tan cercana y que, sin quererlo y quizá de manera irremediable, he corrido el riesgo de traicionar.

Nacida en 1920, de padre griego y madre italiana, la autora llegó con dos años a Nanterre, en Francia, donde su familia se instaló tras huir de la guerra que asolaba Constantinopla desde 1919. No puedo dejar de pensar en la belleza de esa voz, sin duda una de las más originales de la poesía contemporánea francesa, que tuvo que domar la lengua extranjera en la que iba a realizarse.

La alumna díscola

De las pocas reminiscencias asociadas a mi pesquisa sobre la figura de Prassinos, quiero compartir una, probablemente la más impactante. Hablo de una fotografía tomada por Man Ray en 1934. La escena presenta a la pequeña Gisèle, que finge leer sus primeros poemas rodeada de las eminencias del cotarro surrealista, entre ellas, André Breton, Paul Éluard, René Char y Benjamin Péret. Esa fotografía en blanco y negro muestra las expresiones graves, admiradas o incrédulas de ese grupo de hombres importantes, la epifanía de la trayectoria de Prassinos poeta, fulgurante y ambigua.

De la mano de su hermano mayor, Mario, pintor cubista, y de la del escritor Henri Parisot, entró Prassinos en ese prestigioso círculo: Alicia II, como la llama el Dictionnaire abrégé du surréalisme (1938), la «alumna ambigua», una «mujer-niña» adulada por los gerifaltes del surrealismo, que trataron de encarnar en ella su propia concepción de la escritura automática. Siendo muy joven, ya publicaba en las más prestigiosas revistas de la época, en Minotaure o en Documents 34, y el mismísimo Paul Éluard escribió el prefacio de su primer poemario, La Sauterelle arthritique, publicado en 1935, a la edad de quince años. Pero mejor no dejarse abrumar por este arranque deslumbrante: no olvidemos la predisposición de los entornos literarios masculinos a volcar sus fantasías, literarias y eróticas, en esas jóvenes figuras artísticas femeninas a las que transforman en objetos de su deseo y condenan a una infancia perpetua. Ahí no radica la originalidad de la trayectoria literaria de nuestra autora. Los patriarcas surrealistas no la habrían dejado crecer, pero la joven Prassinos nunca se dejó engañar: ya con catorce años comentaba con circunspección los preparativos de la foto de Man Ray y expresaba su desinterés por la escritura automática, a la que enseguida dispensó una mirada irreverente, incluso maliciosa. «Ilustraba su teoría», solía decir, simplemente.

Así, concibió una lengua poética que nunca se entregó por completo al automatismo, cultivando ya en sus albores cierto sentido del ritmo y un sarcasmo astuto visible en La Sauterelle arthritique y también en sus publicaciones en diversas revistas entre 1934 y 1939. Este ligero desfase, sostenido en el soplo subversivo de su temprana madurez, se transformó más bien en una ambición de extrañeza que, inaugurada en Venda et le parasite (1938), iba a volverse definitoria de su estilo. Para los surrealistas, la mujer escritora y la «mujer-niña» murieron cuando Prassinos abrazó su más profunda vocación: escribir novelas.

La publicación de El rostro debe entenderse desde la circunstancia del duelo que sucedió a la muerte de Lysandre, el padre de Gisèle, y que ya antes había motivado la escritura de algunos cuentos, entre ellos Le rêve, cuya protagonista también lleva el nombre de Essentielle. Después, entre 1958 y 1966, Prassinos publicó una serie de cuatro novelas cortas: Le temps n’est rien, La voyageuse, La confidente y Le grand repas. La crítica acogió con deferencia esas primeras incursiones de Prassinos en el género de la novela, incluso pensaron en darle el premio Femina. Como explica Annie Richard en Le monde suspendu de Gisèle Prassinos, esas cuatro novelas se vinculan entre sí por reflejar la búsqueda autobiográfica de la autora en aquel periodo. De hecho, el rostro fijado del erudito se inspiró en la expresión indiferente de su propio marido el día de la boda. El rostro es entonces una narración ubicada en un momento clave de la trayectoria de Prassinos, y en ella se perciben los rasgos de una escritura original y liberada.

Escritura de la extrañeza

El rostro tocado por la pena es un cuento filosófico, una reflexión honda sobre la fuerza de los sentimientos frente a los automatismos, es una historia romántica, sí, pero antisentimental: ante todo cuenta un problema de comunicación, revistiéndolo de un simbolismo maduro, rico en imágenes centelleantes y refinados pasajes descriptivos. Y es, también, una novela de acción, cuyos logros radican en gran medida en la ruptura del habla y del pensamiento esperables, con una escritura intensa donde reina la metáfora.

La prosa de Prassinos es elegante, pulida. Ella misma lo decía: «Lo más importante en la escritura es el trabajo. No sabe usted hasta qué punto trabajo, retrabajo mis textos para llegar a la armonía. Busco la palabra exacta en el diccionario; cuando no la encuentro, no me queda más remedio que poner otra, pero en fin, rayo, tacho. No creo que una pueda contentarse con la escritura automática». He aquí la singularidad de un estilo que la misma escritora calificaba de «extraño» —frente a «surrealista»—: la búsqueda original de la armonía mediante selecciones léxicas maliciosas, algo pícaras, casi subversivas. No nos equivoquemos: el registro de Prassinos es sumamente alto, rebuscado, y en él se observa una reapropiación muy personal del surrealismo. El rasgo más sorprendente de esa escritura consciente se encuentra en la alteración de las frases hechas: la palabra esperable es remplazada por otra. Es un gesto lúdico lleno de ligereza, al tiempo que un enfrentamiento con los códigos del lenguaje.

Mencioné mi miedo a traicionar el texto original. Al fin y al cabo, el proceso concluyó con una renuncia: la traducción es por esencia una traición. En este caso, el mayor reto impuesto por el relato radicaba en una decisión delicada: naturalizar —normalizar— o no esas preciadas rarezas, y en ese trabajo de traslación cultural, honrar de la mejor manera posible la rebeldía de un texto muy exigente en su fineza. De hecho, esos desajustes en la comunicación del sentido son los que diferencian rotundamente la escritura de Prassinos de la de un Boris Vian, ya que por lo demás los paralelismos entre las tramas de El rostro y La espuma de los días son fáciles de establecer. Además del profundo nihilismo que marca la trayectoria y el destino de Colin, ausente de las peripecias de Essentielle, el estilo de Prassinos se distancia del de Vian por llevar a su máxima expresión ese lirismo idealizado que le es propio. Más que construir escenas surrealistas, la autora parece llevar a cabo una búsqueda semiótica en la que lo absurdo se expresa más sutilmente, muchas veces mediante ese sentido del humor que impregna tantas escenas memorables de las aventuras de Essentielle.

La originalidad de esa suerte de automatismo fingido se refleja también en una trama cuanto menos curiosa: sumamente digresiva, con una intriga que plantea muchas otras historias pendientes de explorar, caminos que la narradora esboza pero finalmente elige no recorrer. Y en contrapunto de los pasajes más idealistas se confirma cierta tendencia oscura, momentos en los que inesperadamente la intriga roza el fantástico más clásico, con sus bosques poblados de fantasmas y sus pasadizos llenos de cadáveres. De pronto, esa estética gótica se confabula con la omnipotencia de la voz narradora, que se libra de los personajes innecesarios matándolos con una sencillez fascinante. Esas muertes casi metaliterarias delatan la maestría de una escritura tan curtida que puede permitirse cualquier licencia.