Catálogo de libros

La hermana cruel

Alfonso Hernández Catá

Prólogo y selección de Lidia Rodriguez Miguel

Ficha técnica

168 págs.
143 x 215 mm
Rústica
ISBN 978-84-8344-837-3
P.V.P. 13,90€

Edición y corrección:

Andrea Alvarado Pascual, Pilar Asuero Salazar, María Barrientos García, Silvia Carvalho Ramos, Marta Lamela Martín, Paula Mannino,
Ana Martínez González, Jan Luca Nogal Ruiz y Eztizen Uriarte Etxebarria

En busca del cuerdo
Lidia Rodríguez Miguel

¿Y Dios habrá patentado esta idea del manicomio redondo?
Mafalda

Se le ha ido la olla, se le ha ido la pinza, le falta un hervor, es un demente, no está en sus cabales, está como una cabra, está como una regadera, está chalado, ido, pirado, chiflado, majara, majareta, tocado, desequilibrado, trastornado, perturbado, desquiciado, enajenado, zumbado, grillado, tarado. Está loco.

Son muchos los términos y expresiones que empleamos para referirnos a una persona que sufre algún trastorno mental. La locura ha sido y es uno de los temas más jugosos de la literatura universal. Numerosos escritores se han aventurado en el averno de la mente a lo largo de los siglos para intentar mostrar al lector sus enigmas, saliendo algunas veces indemnes y otras, no tanto. Hernández Catá ¿fue uno más de ellos? Podemos afirmar, rotundamente, que no. Su prosa no se limitó a engrosar la lista de obras sobre la demencia, sino que supuso el paso a una nueva forma de relatarla. Su nombre fue un referente en la primera mitad del siglo pasado hasta que su muerte temprana y el paso del tiempo le hicieron caer en el injusto olvido en el que acaban, irónicamente, muchos autores extraordinarios.

Hernández Catá no se limita a asomarnos al abismo de la locura, sino que nos muestra la fractura cuando uno ya ha caído en él. La esposa infeliz, una familia dichosa, el jefe de una estación de tren…, personajes familiares a pesar de la distancia en el tiempo, descritos para el lector del pasado, del presente y del futuro. Catá nos introduce en una especie de zona de confort al presentárnoslos y aún conservamos esa confianza cuando el relato comienza a estremecerse. Caemos en picado con el mismo delirio y frenesí con que se precipitan por el teclado las notas en ciertas piezas de Chopin*. Todo adquiere una nueva velocidad, más acorde con la dimensión en la que nos está zambullendo el autor. Lo familiar que nos había acogido cálidamente al principio se torna ahora extraño, oscuro, pero no por ello menos adictivo. La locura se hace explícita, Hernández Catá no pretende dejarla esbozada y asumir que el lector ya conoce el resultado, necesita mostrar con todo detalle qué es lo que carcome al individuo y cómo lo hace, por escabroso que pueda resultar.

Fijémonos, por ejemplo, en ese joven soldado, protagonista del relato «Alquimia», ilusionado por su inminente regreso a casa y su alejamiento de la guerra. Su vida y su razón darán un vuelco ante la obligación de cumplir una orden terrible.

¿Y qué decir de esa mujer de «El niño dios», algo extraña en su aldea? Una brutal agresión la obliga a abandonar su mundo y los asideros que la sujetan a la realidad comienzan a desmoronarse con cada paso dado en su huida. La palabra clave escondida tras cada relato es «marginación ». Los personajes situados en la ribera social serán su foco principal. Hernández Catá escribió más de una docena de novelas, otras tantas antologías de cuentos, un libro de poemas, dos ensayos y numerosas obras de teatro (la mayoría junto a su cuñado Alberto Insúa), y gran parte de su producción explora el filo de navaja en el que se sitúan los marginados. Él mismo adquirió el rol de escritor bohemio y modernista, alejándose de la generalidad y exponiéndose, igual que con sus creaciones, a la repulsa.

Por este motivo en la antología no solo encontraremos personajes que pierden la razón, sino también víctimas de una dependencia, de una obsesión o de una situación de desdicha que les hace caer en una región pantanosa. Drogadictos, invidentes, extranjeros, vagabundos, mujeres víctimas del entorno patriarcal… La narrativa de Catá no deja a ningún colectivo marginal atrás: en 1928 publicó El ángel de Sodoma, convirtiéndose con ello en uno de los pioneros en abordar el tema de la homosexualidad en la narrativa.

Hay que tener en cuenta que su interés por la locura está presidido por una compasión hacia los marginados. En muchos relatos, Hernández Catá comprende y compadece al verdugo (ya esté detrás de una mirilla o dictando órdenes en la sombra), pese a que su propio abuelo materno fue fusilado en 1874, en plena guerra de Cuba. Su empatía no tiene límites.

Sus cuentos tratan temáticas aún vigentes en el pensamiento moderno occidental. Varios de ellos abordan la enajenación para criticar con dureza el trato denigrante al que muchas mujeres eran sometidas en la época, un síntoma más de una sociedad enferma. El antibelicismo será otro de los temas subyacentes, seguramente por la marca bélica que a temprana edad le dejó la independencia cubana y por su corta estancia en el Colegio de Huérfanos Militares para recibir una educación estricta. Las repercusiones tanto físicas como psicológicas de la guerra y de los estados militarizados serán devastadoras en sus páginas, que critican las injusticias de aquel periodo: las mismas que censuramos sobre el papel pero que siguen siendo aceptadas hoy en día.

Pero Catá no se contenta con retratar a personajes marginados, sino que utiliza precisamente esta cualidad como germen de la situación más excluyente de todas: la locura. La ruptura social pasa a ser, de esta manera, definitiva.

El autor intenta darnos una panorámica de la enajenación utilizando diferentes perspectivas. Desde todos los ángulos nos golpea con la suficiente fuerza como para llegar a infundirnos la impresión de que es contagiosa y el temor a contraerla. En «El ciego» somos testigos del miedo del narrador a corromperse con el odio de otro, un hombre obsesivo a cuya locura asistimos gracias a la maestría de Catá, que nos deja escuchar «el interno crujir […] de arcanos engranajes espirituales» en su enemigo. En «Atentado» es un loco muy peligroso el que nos describe en primera persona su evolución, adentrándose en un delirio que escapa sin retorno de la realidad, bajo la influencia de «El Horla» de Guy de Maupassant (quizá el cuento de locura más influyente de todos los tiempos).

Alfonso Hernández Catá quiso asegurarse de que sus intenciones al incidir en los trastornos mentales quedaban claras. Fruto de este deseo es el prólogo que dejó impreso en su recopilación temática de cuentos sobre la locura titulada, como no podía ser de otra forma, Manicomio. ¿Quién mejor que él para expresar sus pretensiones al hablar de estas personas que se mueven «entre imágenes para los demás invisibles», como comenta en su preliminar? Nada de presentarlos como objetos de museo ni al estilo de los freak shows, tan de moda en la primera mitad del siglo xx. Piedad y, sobre todo, comprensión son sus máximas en este texto de 1931, que el lector puede consultar en el apéndice de esta edición.

Catá observa a sus personajes locos, se encariña con ellos, intenta sumergirse en su mundo y mostrarlo, humanizarlos y sacarlos de la exclusión que la sociedad les imponía a causa de su condición: «¡Sociedad! Debiera llamarte… vaciedad…», como escribió Galdós, su maestro. Es probable que fuera uno de los primeros escritores en tratarlos como seres humanos con motivos y necesidades concretas, y no como piezas defectuosas dignas de aparcarse en sótanos de terror. Su realismo es la linterna que nos guía a través de las zonas más oscuras del ser humano, con la misma calidez que la luz proporciona. La veracidad invade las páginas hasta el punto de hacernos creer que el autor camina al lado de los retratados durante el relato, y, por eso quizá, la sensibilidad que despliega con ellos resulta tan conmovedora.

Sin embargo, Alfonso Hernández Catá aún se reservaba un plus ultra definitivo. «¿No hay locuras que en realidad son una cordura excepcional, sublime, a mil leguas por encima de la razón rebañega?», se pregunta en uno de sus relatos. Violación, aislamiento, inseguridad, adicción, obligaciones deleznables… El choque entre estas violencias con que la sociedad nos ataca a veces y la cordura solo puede acabar con esta última expulsada. ¿Hasta qué punto son las primeras aceptables? ¿Es lícito convivir con la barbarie y mirar con espanto o pena a aquel que la destierra por muy particular que sea su forma de hacerlo?

La locura continúa siendo un estigma que nos hace girar la cabeza en la dirección opuesta, fingir que no nos roza con su hálito delirante. Junto con la muerte, es el estado que más horror nos produce, la casilla del tablero que siempre queremos saltarnos. La pregunta es: ¿podemos hacerlo? «Si apareciera en el mundo un hombre perfectamente sano seguramente lo encerraríamos», comentó por esa época Gilbert K. Chesterton, «el príncipe de las paradojas» y autor de El regreso de don Quijote. «La terrible simplicidad con la que ese hombre observaría cada pequeño trastorno nuestro, nuestra malhumorada vanidad y nuestra maliciosa autojustificación; la inocencia elefantina con la que ignoraría nuestras pretensiones de civilización…, esto lo convertiría en algo aún más decadente e inescrutable que un rayo o una bestia de presa. Bien pudiera haber sucedido que aquellos grandes profetas que se presentaron ante la humanidad para ser tildados de locos fueran en realidad personajes que deliraban presas de una cordura impotente». ¿Hay algún cuerdo en esta sala?, deberíamos preguntarnos.

Las almas representadas por Catá convulsionan bajo el peso de una realidad atroz, nada racional. Los locos de los relatos lo son, precisamente, porque no tienen más remedio que serlo. La marginación y los hechos cruentos los abocan sin remedio al caos mental, obligando, a su vez, al lector a asumir que ellos no son los culpables. El abandono de la realidad es lo más lógico que pueden hacer. El enternecimiento que aflora por estas personas de tinta y celulosa se da de bruces con la realidad palpable: todos contribuimos a crear la demencia, y esta, al mismo tiempo, cuestiona nuestra propia cordura.

A pesar de esta evidencia, el temor a la locura forma parte de nuestro ADN. Somos conscientes de la fragilidad de la mente, sabemos que un pequeño tornillo puede desmoronarlo todo. Podría ocurrirle a mi compañero de trabajo, mi vecina o el dependiente del supermercado al quesuelo acudir; podría ocurrirme a mí. Es ahí donde reside la fuerza de los cuentos de Hernández Catá. Una pirotecnia de sentimientos comienza a estallar en nuestro interior, perturbándonos, confundiéndonos: ¿cómo lidiar entonces con la verdad cuando esta nos resulta tan terrorífica? Así es Alfonso Hernández Catá. Su prosa nos convierte, más que nunca, en letraheridos.

(Risa histérica).