Retrato de los (no tan) bajos fondos
Rosa Navarro
Recuerdo, sobre todo, la escalera: una espiral destartalada, un Escher sin esquinas por el que el protagonista, Antonio Casal, bajaba con su bombín y su pañuelo de bolsillo. El último peldaño descubría una especie de Túnez cavernoso en blanco y negro (o un Tatooine metropolitano, para que me entiendan los viajeros de la galaxia). En definitiva, una ciudad subterránea habitada por una logia de hombres gibosos, que procedían de los judíos expulsados de España y vivían allí como proscritos, a sus anchas, sin que nadie los molestara. Yo era todavía una niña insensata y no alcanzaba a comprender lo que estaba viendo en aquel pase de la 2 de Televisión Española. La película, como señalaba el gran Fernando Méndez-Leite en la presentación, comenzaba como un sainete costumbrista y se convertía en una historia de aventuras esotéricas, una rara avis inquietante y casi mágica. Era La torre de los siete jorobados (1944), dirigida por Edgar Neville, ni más ni menos. Don Fernando también comentaba que tuvo mala crítica y pasó una semana con más pena que gloria en cartelera. Sin embargo, hoy se considera —como tantas otras osadías que no fueron comprendidas en su momento— un hito del cine, precursora del fantaterror español y catalogada como la primera cult movie de nuestro país.
Pues bien, esa película que me quitó el sueño durante tantas noches estaba basada en una obra del autor que nos ocupa ahora, Emilio Carrère. Una novela que, además, David Lorenzo adaptó al cómic (2021), sin tener en cuenta la película de Neville y partiendo del texto original, porque el director se encargó de moderar los rasgos más enigmáticos e indescifrables de la historia de Carrère. Aunque también es justo mencionar, porque ha dado mucho que hablar, que la autoría de la novela ha sido puesta en duda, asunto en el que no vamos a entrar, pero que va muy acorde con toda la leyenda y la realidad que rodean al escritor madrileño. Lo importante, no nos despistemos, es que aquella película me hizo conocer el significado de la palabra horror por primera vez, y me introdujo en un submundo espeluznante que, aunque parecía oculto, se manifestaba en las calles, a ras de suelo y a la vista de todos los que quisieran trasnochar.
Lo terrorífico puede revelarse de maneras muy diversas y cotidianas. Está en los castillos encantados y en las casas abandonadas, sí, pero también en las calles de la ciudad, en los barrios más céntricos y alegres por los que pasean las señoras de postín hasta que cae el sol, y que luego, a la hora del cabaret, se abarrotan de alcahuetas, chulos y rateros. Y de eso, sabía mucho el autor de El crimen del sátiro.