Archivo de la etiqueta: d’halmar

Ya está aquí la Feria del Libro de Madrid, AKA #flm12. Déjennos decir que es intrigante, emocionante, espeluznante y desconcertante presentar un primer libro. EL primer libro. Porque no volverá a haber un primero. Jamás. Muchos llegarán después, fruto de unas, seguro, fulgurantes carreras editoriales, pero ninguno igualará este debut. Temblaremos, lloraremos, chillaremos y lanzaremos birretes con euforia.

Así que si quieren compartirlo con nosotros, ya saben donde encontrarnos.

Tanto D’Halmar como Milosz  procedían de un cruce de   culturas y de familias antiguas. Augusto Goemine Thomson   —verdadero nombre de Augusto d’Halmar— era hijo de    Auguste Goemine, exmarino y comerciante bretón —que desapareció cuando D’Halmar tenía 10 años— y de Manuela Thomson, chilena descendiente de suecos y escoceses. A D’Halmar le gustaba especialmente presumir de sus legendarios antepasados escandinavos, por lo que es muy probable que adoptara  su seudónimo de su abuelo materno, John Joachim Thomson, Barón de D’Halmar.

Milosz no se quedaba corto, su madre, Marie Rosalie Rosenthal, era una judía polaca de Varsovia y su padre, Vladislas de Lubicz Milosz, era un exoficial del ejército ruso. Además, Milosz  vivió los numerosos cambios que afectaron  a la región donde nació: Čareja. En aquel momento pertenecía a la Rusia Imperial,  por lo que Milosz era ruso de nacimiento. Se crió en esta región hasta que se trasladó a París para realizar sus estudios. El francés fue la lengua que eligió para su producción literaria. Al independizarse Polonia y Lituania en 1918, se decantó por esta última, aunque apenas conocía la lengua, pero la identificaba con la nación de sus ancestros. Y es que, como cuenta el propio D’Halmar: Oscar Vladislas de Lubicz Milosz «era por línea paterna directo descendiente de los soberanos de Lausacia o Lausitz y, por ende, podía haber sido el pretendiente real de Lituania, si al emanciparla de Rusia el Tratado de Versalles se hubiese restaurado en ella la monarquía. Hubo un momento que en ello se pensó y, como Augusto Villiers de l’Isle Adam cuando renunció a sus derechos a la corona de Grecia, por no tener traje de etiqueta para presentarse ante el Elíseo a reivindicarlos, Milosz me participó su posible elevación al trono de su país, una noche que, con billete de segunda clase, tomábamos en el Chatelet, el metropolitano del Nord-Sud, con dirección a la casa de Alejandro Sux, en Pigalle».

Oscar Milosz y D’Halmar se conocieron en París y desde el primer momento se estableció entre ellos una relación que desafiaba las leyes del tiempo, muy al gusto de los dos: «Al día siguiente de haberle conocido, me escribió la dedicatoria: “Con mi afecto de un día y una eternidad”».

Para D’Halmar el poeta lituano era un maestro, el poeta que le había reconciliado con el verso y el amigo que le enseñó la amistad. D’Halmar llegó a decir: «Yo no traía, quizás, a España, sino la misión de dar a conocer a este poeta». Se convirtió así en el celoso precursor de sus iniciados en España al traducir y publicar una selección de poemas de Milosz en una edición dirigida solo a aquellos que supieran apreciarlo. El libro, publicado en 1922 en la Colección Auriga, tuvo solo una tirada de 100 ejemplares numerados: «Nos apenaría que un solo ejemplar se extraviase en las manos de un indiferente. Amamos demasiado al maestro, para exponerle a la incomprensión; le comprendemos lo suficiente para saber cuán raro es el estado de gracia que su palabra, como toda la palabra de la vida, requiere: Dejemos a los muertos que entierren a sus muertos».

Para esta edición eligió poemas de sus colecciones más evocadoras y líricas, Las Siete soledades y Sinfonías, de la más enigmática Adramandoni y de la más filosófica Confesión de Lemuel. Sin embargo, fue del misterio bíblico Mefibóset —obra dramática cuya traducción también estaba preparando, pero que no llegó a publicarse— del que extrajo este fragmento que ocuparía el lugar de la dedicatoria que abre La sombra del humo en el espejo