“Cada obra varía según quien la lea.

El lector le pone su belleza, su moralidad,

su saber sus caviloseos y suspicacias.”

Tomás Carrasquilla

Quien se acerca por primera vez a la obra de Tomás Carrasquilla no tarda en descubrir que pertenece a esa casta privilegiada de narradores que escapan a las etiquetas. El mismo rigor y la atención por el detalle que con el tiempo se convertirían en su marchamo –y que la intelectualidad de la época, ofuscada por los cantos de sirena del romanticismo, solía afearle como sus mayores defectos– le valieron ser tildado por algunos de costumbrista en un ambiente literario en el que no había mayor pecado que escribir sin adornos en la lengua; pero también le sirvieron para plasmar como nadie antes los profundos contrastes de su tierra natal.

A finales del siglo XIX Colombia se encontraba dividida, no sólo económica y socialmente, sino también por sus costumbres. A un lado, la pujante burguesía de ciudades como Medellín y Bogotá, formada en su mayor parte por comerciantes y funcionarios, descendientes de europeos; pero también por la nueva aristocracia de los terratenientes, dueños de grandes haciendas que buscan un lugar propio en la política y los negocios, a los que la pluma del antioqueño retrata sin piedad en relatos como Esta sí es bola, reprochándoles su provincianismo y estrechez de miras. En el otro extremo, histórico y geográfico, se encuentra el proletariado rural, el paisa, diseminado a lo largo de valles y altiplanos, mayoritariamente indígena pero dueño de una vasta cultura oral, profundamente religioso y celoso de sus tradiciones; este último es el protagonista de gran parte de su producción literaria, y nos ofrece la ocasión de asomarnos a las vidas de unos personajes a veces trágicos, otras heroicos, pero siempre fascinantes, que se resisten a abandonar al lector una vez se cierran las páginas del libro.