Oscar Milosz y D’Halmar se conocieron en París y desde el primer momento se estableció entre ellos una relación que desafiaba las leyes del tiempo, muy al gusto de los dos: «Al día siguiente de haberle conocido, me escribió la dedicatoria: “Con mi afecto de un día y una eternidad”».

Para D’Halmar el poeta lituano era un maestro, el poeta que le había reconciliado con el verso y el amigo que le enseñó la amistad. D’Halmar llegó a decir: «Yo no traía, quizás, a España, sino la misión de dar a conocer a este poeta». Se convirtió así en el celoso precursor de sus iniciados en España al traducir y publicar una selección de poemas de Milosz en una edición dirigida solo a aquellos que supieran apreciarlo. El libro, publicado en 1922 en la Colección Auriga, tuvo solo una tirada de 100 ejemplares numerados: «Nos apenaría que un solo ejemplar se extraviase en las manos de un indiferente. Amamos demasiado al maestro, para exponerle a la incomprensión; le comprendemos lo suficiente para saber cuán raro es el estado de gracia que su palabra, como toda la palabra de la vida, requiere: Dejemos a los muertos que entierren a sus muertos».

Para esta edición eligió poemas de sus colecciones más evocadoras y líricas, Las Siete soledades y Sinfonías, de la más enigmática Adramandoni y de la más filosófica Confesión de Lemuel. Sin embargo, fue del misterio bíblico Mefibóset —obra dramática cuya traducción también estaba preparando, pero que no llegó a publicarse— del que extrajo este fragmento que ocuparía el lugar de la dedicatoria que abre La sombra del humo en el espejo