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Arqueología

Felipe Rodríguez Martín

Pensar no es recordar, se puede pensar aunque se haya perdido la memoria. (Lo vengo sabiendo por mí desde hace años: sólo recuerdo lo que está escrito en el Diario).
Notas de un diario
Ricardo Piglia

Dos hombres han estado hablando. Atardece, las aulas de la universidad están desiertas desde hace horas. Sentados frente a frente, el catedrático en su alto sillón, el profesor sobre uno de los bancos, iluminados sus rostros por una lámpara de mesa, han sentido repentinamente el frío de los pasillos vacíos entrando por la puerta entreabierta y ahora están callados. Durante un momento no se miran. Los jardines, a través de las ventanas, casi no se distinguen ya, apenas una masa de sombras y silencio.
—Una aventura inaudita. ¿Sabe? Me resulta difícil explicarlo, pero lo que más me impresiona en esa historia es el cambio, lo fácil que resulta mantener… no sé, como una cáscara… Mantener la coherencia de un ser humano y, al tiempo, imprimir en él cualquier tipo de cambio, cambios que no se desean, o que no tienen que ver con uno… No me refiero a influencias. Haberlo sufrido. Y lo que resulta es una cáscara quebradiza y debajo, realmente, nada… O nada que, bajo esa coherencia aparente, pueda ser comprendido. ¡Y llega a convertirse en un arquetipo!
—¿Conoce usted la historia de ese hombre que perdió la memoria? Un caso en esta universidad… Hace años…
—¿Un profesor universitario?
—Por entonces ya vivía solo. Un hombre educado, aunque algo hosco, como todos los solitarios. No demasiado brillante, desde luego. Empezó a perder la memoria. Fueron primero los verbos, palabras que se le escapaban; a partir de cierto momento, no podía recordar qué verbo asignar a qué acción. Sí, empezó así. No sabía qué hacer, al parecer fue un proceso muy rápido. Recurrió a todo tipo de remedios. Podía vérsele por los pasillos del rectorado mascullando palabras en voz baja. Y, no me pregunte por qué, eso lo llevó a una inactividad creciente.
—Aunque no todos los verbos son de actividad…
—Sí, pero eso no era importante al principio. El hombre recurrió a apuntar todo en pequeños papelitos, todos hacemos eso alguna vez, ¿usted no? Esas listas de emergencia, cuando se tienen demasiadas cosas en la cabeza y tememos olvidar que al día siguiente hay que pagar el teléfono, so pena de que nos corten la línea. Yo mismo siempre llevo una de esas listas en el bolsillo, y siempre queda algo por hacer, no importa si se repasa la lista diez veces, es imposible de memorizar. Una especie de quiste mental. Pero para ese hombre pronto empezó a ser otra cosa. No eran ya solo tareas que temiera olvidar, más o menos urgentes…, el hombre anotaba concienzudamente todo lo que tenía que pensar, o debía continuar pensando, lo que creía, lo que acababa de sentir, los sobresaltos, un motivo para sonreír, los rasgos de una anciana que lo habían conmovido, una imagen, un frío en la cara, un mendigo doblado sobre sí mismo, las manecillas rojas del reloj de la torre, y después, sí, lo que tenía que hacer. Su mesa de trabajo estaba llena de esas notas revueltas, algunas increíblemente detalladas; otras no, apenas una sugerencia: «12 de marzo, ayer Adriana me sacó de quicio, ¿qué me dijo, a propósito de su hijo?». Al día siguiente, a veces ese mismo día, olvidaba eso que acababa de anotar. Fue entonces cuando empezó a darle vueltas a la idea de redactar un diario, antes de que su vida se disolviera del todo, antes de que la penosa arquitectura de sus años quedara reducida a una nebulosa insignificante. Había escrito ya antes. Decidió ordenar su vida, encerrar su sentido, para no quedar vacío por completo.
—Quizás sea ese el sentido último de todos los diarios, simular un sentido, o, mejor, un orden.
—En un momento determinado empezó a perder también los nombres, los sustantivos: empezó a perder el mundo, no supo ya cómo nombrarlo…, las cosas, los objetos, todo. Ciertos nombres de persona aparecían repentinamente en su mente como un fulgor indistinto, como la vibración de la arena de una playa soleada cuando se sale del mar, uno no puede distinguir las sombrillas, los cuerpos semidesnudos, solo un brillo que tiembla hasta que las pupilas comienzan a cerrarse y el agua resbala por las mejillas. Pero sus pupilas nunca se cerraban. Su cerebro intentaba ir más allá, pero sus pupilas solo le devolvían un asombro espeso, ni siquiera silencio, no un muro sino perplejidad, como cuando se abre un cajón para coger las tijeras con las que abrir la correspondencia y en su interior aparece no un espacio vacío, no las manchas conocidas sobre el fondo del fino tablero de madera sino otra cosa, un rollo de papel rosa, un termómetro o un fino cordel apretando unas llaves. El mundo se le fue vaciando de objetos que ya no tenían nombre. Y no, no era, desde luego, un caso clínico, el hombre era aún demasiado joven y tenía perfecta conciencia de lo que le estaba ocurriendo. Se hizo un experto en acudir a sinónimos más o menos apropiados, buscando una palabra. Pero no, en realidad era otra cosa, no era el olvido de la palabra adecuada. Se hizo un maestro en dar explicaciones prolijas, rebuscadas, mucho más que descripciones, exasperadamente detalladas. Hasta que, sin más, descubría que eso, aquella cosa, aquel objeto había desaparecido.
»Fue entonces, sí, cuando empezó a escribir un diario en el que anotaba todo organizadamente, primero solo por fechas, luego también por temas, dinero, banco, compras; escribir a; eso que me ha parecido. Un trabajo ímprobo, una sola entrada le llevaba toda una mañana, pues las palabras no acudían a su mente. Se desorientaba constantemente al buscarlas y las anotaciones se volvían cada vez más torpes… Más tarde aparecieron páginas en blanco intercaladas entre otras en las que ya solo aparecían listas numeradas… y, aún después, solo listas de nombres, de palabras sueltas, cuidadosamente dispuestas una debajo de la otra, sin que se pudiera apreciar una relación entre ellas. Creo que llegó un momento en que no supo siquiera cómo consultar ese diario. Luego, abandonó su casa.
»Su hijo encontró allí todos sus papeles, abandonados. Notas de clase, exámenes sin corregir, comentarios tachados y reescritos, carpetas que encerraban un heterogéneo número de documentos sin relación alguna entre sí. Y el diario. Se pasó semanas revisándolo todo, y tratando de averiguar por qué esas listas de palabras, por qué esas precisamente, y recorriendo con dolor aquellos sentimientos subrayados de forma compulsiva, junto a las minucias de su vida cotidiana, planes para el día siguiente: ir al banco, recoger el coche, “tengo que hablar con el rector (esto no puede seguir así)”, “no tener miedo a sentir compasión”, “llamar a Bárbara”, “no porque está sola, sino por cómo está sola”, “casi no pude contener las lágrimas”, “una casa”, “esta casa”…, “es mi hijo”…
»Él, su hijo, me escribió una larga carta donde me lo contaba todo, y aún añadió aquel párrafo final: “… todavía recuerdo la casa de mi padre, casi vacía tras su huida… La pequeña mesa de su despacho. Sus cuadernos, sus enfebrecidos apuntes con la letra menuda que yo admiraba tanto y que se volvía temblorosa durante unas páginas para hacerse firme en la nota siguiente (¿de qué día?, ¿cuánto tiempo después?); cuadernos en los que a veces solo las primeras páginas contenían algo, abandonados después y sustituidos por otros con pastas de piel negra, o de cartulina, blocs de la universidad, y también páginas sueltas, notas, casi siempre torpes, todo, a su vez, mezclado con paquetes atados de recibos atrasados de gas y resúmenes de bancos en los que yo no podía adivinar el criterio de orden, y listas de cosas por hacer que ya no figuraban en sus diarios… y, de pronto, un par de líneas en taquigrafía al dorso de una página suelta de agenda. ¡Qué confusión! Y, en su biblioteca, libros, novelas arrumbadas por todo el suelo, amontonadas junto a la mesa, en las que había cambiado, con garabatos casi ininteligibles al margen, el nombre de uno de los protagonistas, o algún detalle nimio de la narración original. Sorel por Ambrose, una escalera brillante que ascendía en vez del largo pasillo con ventanas… Hojas en las que había copiado fragmentos, párrafos enteros de sus lecturas en los que había introducido, en hojas pegadas con engrudo, esos cambios sutiles, como si no estuviera de acuerdo y quisiera negar furiosamente la muerte del escritor, reprochándole el no estar ahí ya. Nada importante, solo matices, pequeñas fugas. A veces me costaba trabajo descubrir los cambios. Todo lo que se había escrito”.
—Todos los padres pierden la memoria, aunque quizá ocurre más bien que todos perdemos la memoria de nuestro padre, o dejamos de comprenderlo, perdidos sus misterios o sus terrores… Se los olvida como a una guerra innoble o a esas historias de pueblos devastados. Nacemos abandonados. O, creo que debería decir, para ser justo, nosotros los abandonamos, dejamos que se vayan; luego, al querer volver, ya no entendemos nada. Figuras majestuosas, sí, a veces majestuosas, pero traicionadas y engañadas, que acaban por escapársenos. No suele pasar con las madres, a ellas nunca les perdemos el respeto. Pero ¿qué más ocurrió?
En 1956 los tanques rusos, humeantes fortalezas grises, arrastrándose por los suburbios, han entrado en Budapest. En el desierto sirio se acaban de descubrir los restos de una gran escultura con formas que aún recuerdan a las de una mujer.
La escultura se eleva casi trescientos metros sobre un mar de lava. Grandiosa en su actual ruina, describe el paso del tiempo sobre lo que —pero no se puede asegurar— fue una tentación de perennidad. Y, sin embargo, hace también irrefutable el fracaso del mismo tiempo en la lucha contra las huellas. Eso es todo lo que ha logrado, ese blando fantasma: deformar, ocultar, truncar. Esa forma en el desierto, casi una presencia abstracta, es indestructible.
Sustancialmente hueca, o más bien minada, construida en piedra, monolítica (¿de dónde ha salido esa roca monstruosa?), numerosas grietas conducen a cavernas excavadas a lo largo de los siglos. Cavernas que llevan al interior de la estatua perforada por mil conductos. Laberinto de galerías tal vez efecto solo del tiempo, o resultado de las inclemencias, de las tormentas de arena, a veces excavadas con la apariencia de un propósito que el Arqueólogo aún no puede desentrañar, galerías cuidadosamente pulidas, como empujando hacia el interior de otras cavernas que, a su vez, penetran más y más en el interior. Túneles demasiado perfectos, o simples hendeduras que se abren a espacios desmedidos sobre los que la roca se ha derrumbado. O tal vez no, ese artificio.
No hay, sin embargo, un interior de la estatua, ni un atrio o un templo oculto, ni siquiera un vacío sobre el que gire la acumulación de caminos y de pasos que, a veces, como resultado de la erosión de sus paredes, se asoman al exterior permitiendo perspectivas de arena que se abren a precipicios, a otras anfractuosidades, depresiones, hondonadas, a pasos tirados a cordel y escalas de madera fosilizada que, volando sobre enormes cavidades, vuelven a conducir a otras cuevas sin fondo.

… haber sido construida a lo largo de un periodo de tiempo inconcebiblemente largo, un periodo de tiempo tan fuera de toda consideración humana que hace improbable que se hubiera podido mantener un solo rasgo de la originalidad de su concepción. Y, sin embargo, la construcción enorme aún se eleva majestuosa sobre lo que es ya una colina de cascotes y detritus, de desprendimientos. El rizo de un mar tranquilo y de pronto una ola inmóvil. Una topografía discontinua, partes del cuerpo que nunca fueron completadas, que aparentemente quedaron sin terminar para dedicarse a otras, interrupciones definitivas que dejaron sin conformar el brazo derecho, los pliegues de la túnica que debía ceñir sus hombros, un hueco en su pómulo izquierdo… Como si los constructores hubieran dudado, sin saber decidir la forma correcta…

En algunas de las cavernas, localizadas tras las cuencas de los ojos, se han encontrado miles de inscripciones. Apretados registros que se extienden desde el techo hasta el suelo y, luego, por los túneles, por los pasadizos que conducen de una a otra cueva. Esas inscripciones narran las vicisitudes de la construcción y son, al tiempo, parte de la misma. Como los reflejos petrificados de mil miradas. Inconexos, retorcidos, incomprensibles, contradictorios; mensajes que alguna vez llegaron a su destino tras recorrer un camino en el que perdieron parte de su sentido original. Se describen el procedimiento de andamiaje, los accidentes habidos, las nuevas técnicas empleadas y las discusiones entre distintas propuestas de continuación de la obra. Es también un recordatorio de los muertos durante la construcción.
El aspecto formal de las inscripciones (dispar, por otro lado, de unas palabras a otras, por estratos que, a veces, extienden sus ramificaciones fuera de su probable ámbito temporal, como premoniciones o retrocesos) es monumental, retórico, barroco, imponente, de un decorativismo convencional. Mitad jeroglífico solemne, mitad documento sagrado. Las frases se alargan artificialmente para conseguir el relleno de un hueco o adensar las sombras que inician el recodo de un corredor, hacia el interior, y se hacen difíciles de descifrar. Se tiene la sensación de que, más que por el valor de lo escrito, los constructores se habrían interesado, a partir de un cierto momento, por emplear el lenguaje como un retorcimiento sobre sí mismo que ayudara a soportar un arco o a reforzar un recoveco, la curva de un pasadizo, o a crear un efecto de luz. A veces el texto carece de todo sentido:un puro amontonamiento de palabras, frases cortadas, exclamaciones, junto a secciones de súplicas, de oraciones, de quejas.
Se han querido interpretar esas inscripciones como el relato de una monstruosa enfermedad mental. Deliberadamente interrumpidas en muchas ocasiones, otros asuntos se superponen a los que inician una historia. Pero nunca una historia completa encierra un sentido inteligible. Aun cuando se cojan todos los hilos, aun si cada descripción conduce a un final esperado, el alcance final del conjunto es inaprehensible. Una memoria sin rumbo. O un lamento más allá de todo consuelo. Un horror tanto más inhumano cuanto más humano parece. Como si, en un escalofrío inesperado, se hubiera extraído, de un único y brutal tirón, la sutil médula de significado que debiera coordinar internamente lo que exteriormente parece inteligible. ¿Qué fidelidad debían guardar los artistas? Asimismo, se dan varios niveles de antigüedad en la piedra grabada, separados por miles de años. Viejas historias se retoman, en estilos totalmente diferentes, pasados cientos de años. Se hace difícil la interpretación de esos registros varias veces cortados y vueltos a retomar. Los temas que se diría trascendentales, que aparecen bajo una u otra forma, se repiten en casi todos los estratos. O bien como si hubiera la intención de llevar a cabo algo pendiente de hacer, o algo que no se ha acabado bien. Otras veces las inscripciones cambian el sentido de una frase a otra. Se intercalan simples listas de palabras sin propósito definido, o apuntes administrativos, censos, frases jurídicas, catálogos, fragmentos estereotipados de códigos morales. Memorias de esqueletos burocráticos en los que se apoyara la compleja organización que requirió la erección de la estatua. Raramente se encuentran bajorrelieves, o figuras, acaso adornos geométricos que prolongan el texto. La red que un funcionario concibió para atrapar los miles de espíritus dispersos que participaron en la obra.
Ahora, fragmentadas, carentes de sentido, como bloques de piedra derrumbados, aparecen esas frases incoherentes y esos tópicos vacíos.
Una sensación de humedad y pavor se apodera del Arqueólogo, que se adentra en las capas más profundas de esos jeroglíficos que son, al mismo tiempo, la historia de una mujer y la mujer misma. Pavor al descubrir que no hay verdad alguna tras las inscripciones, que no hay una clave que conduzca felizmente a la interpretación del jeroglífico, y tampoco una mentira gigantesca. El espanto de entrever (bajo las líneas, los dibujos, las imágenes borrosas, bajo las frases entrecortadas y los adornos geométricos y las espirales inacabables, bajo los insultos y vejaciones asombrosos y las parsimonias y los toscos motivos florales) una construcción que, teniendo sentido solo para sí misma, se va desmoronando poco a poco.
No se encontraron esas inscripciones en otros lugares de la escultura, que, exteriormente y a cierta distancia, no parecía ya sino un gigantesco monolito sobre la arena, una mole negra contra el resplandor del atardecer en el desierto que apenas podía ocultar esa vibración gris en el horizonte, ese temblor, esa nube que precede a las guerras, a la desolación y al silencio.
Decenas de cavernas aún están fuera del alcance de los exploradores. La estatua, sometida a un imparable proceso de destrucción, ofrece peligros insospechados. Continuos derrumbes se producen en los momentos más inesperados, pasarelas que se desploman, habiendo producido ya varias víctimas.

Eso fue a finales de 1956, sí, mientras los tanques rusos entraban en Hungría. Y, pocos años después, fue un oscuro investigador de la Universidad Eötvös Loránd, en Budapest, el que publicó un largo artículo en el que, sin aportar ningún documento, planteó por primera vez la hipótesis de que parte de las inscripciones fueran grabadas por una civilización muy posterior a la construcción de la estatua, miles de años después. La huella de una civilización diferente, constructores posteriores que añadieron otras frases, que incluso modificaron burdamente las formas, quizá no comprendiendo ellos tampoco. Explicaciones también truncadas, sin intención de alterar, sino más bien producto del deseo sin memoria de seguir adelante; o interpretaciones, o sutiles cambios de significado introducidos inadvertidamente con herramientas más toscas. La negligente falsificación de toda escritura. Durante años esa ingente información se ha transcrito, se ha analizado, se ha estudiado. Es ahora ya apenas algo más que otra pieza de la Historia. Con ojos que ya no son los suyosha sido imposible reconstruir su significado. Ese caos ni siquiera tiene un valor artístico. Pero, aun así, ¿y la usurpación, la benévola usurpación, esas miradas falsas?

—Ah, debió de ser terrible. Pero no quiero extenderme y debo contarle ahora a usted un último detalle aún más increíble. Parece que el hijo, de pronto, siguiendo su indagación, empezó a encontrar otro tipo de notas en el diario, notas muy parecidas a las que su padre había escrito, casi iguales, prácticamente iguales, hablaban de lo mismo. La misma urgencia minuciosa. Y, no obstante…, las notas, él no sabía… Había cierto deslizamiento, no coincidía, había algo raro, como si fueran de otra persona, no podía ser su padre, más bien alguien que hubiera descubierto el diario y hubiera empezado a introducir otras entradas, anotaciones, con otras acciones, con otras cosas que hacer, con otras cosas que sentir, con algo que no podía dejar de ser recordado. Intercaladas arbitrariamente. Y aquel hombre, que obedecía a su diario como a una guía, aquel hombre que hacía, que se esforzaba por pensar, por hacer todo lo que el diario le decía que tenía que pensar y que hacer, empezó a seguir lo que el otro había estado escribiendo en su diario, ni siquiera perplejo, pues no había lugar para la incertidumbre. ¿Puede usted imaginarse la situación?
—Sí, terrible. Y al mismo tiempo, una historia fascinante. Casi como un caso policiaco. El hombre pudo suicidarse o cometer un asesinato siguiendo esas instrucciones apócrifas.
—Es muy probable que no fuera ese el caso. Sencillamente, desapareció.
—Pero, al fin y al cabo, son historias muy parecidas… Esas dos miradas…, la intrusión…
—Solo aparentemente.
—¿Aparentemente, dice usted? ¿Aparentemente? Soy incapaz de apreciar una gran diferencia.
—Y, sin embargo, la hay, claro que la hay.
—Pues, ¿qué diferencia es la que encuentra usted?
—El miedo.