Los oficios del libro

Mañana es nuestro turno

Alberto Olmos

En la ciudad hay un pub donde acuden los escritores después de presentar libros, dar charlas o sujetar copas de vino en la fiesta anual de algún periódico o institución. Se llama Wendy’s. Es un local oscuro, perfilado de neones ultravioleta. Los camareros son colombianos y sirven en dos barras, una al lado de la entrada, a la izquierda; la otra, más pequeña, en la planta baja, de pared a pared.
El dueño del Wendy’s nunca leyó un libro. Los camareros, tampoco. Nunca se ha visto un libro, ni siquiera cerrado, encima de ninguna de las dos barras. Si alguien quisiera leer, de hecho, no podría, dado que la luz resulta insuficiente y el entorno de codos y pechos puntiagudos, y copas rápidas remitidas de mano en mano a la novia o al amigo, impracticable para la apertura de una novela, aun de bolsillo. Esto viene a indicar que la presencia cada noche en ese pub en concreto de decenas de escritores carece enteramente de explicación.
Hoy hay dieciséis.
Hace unas horas se falló el Gran Premio Nacional de Novela Solidaria en el Ministerio de Cultura, a unos quince minutos a pie del Wendy’s. El ganador ha recibido un millón de euros y un abono para el servicio público de bicicletas de la ciudad. Su editor y su novia lo esperan en la barra principal del local. Están tan felices del éxito de su compañero (laboral, sentimental) que han invitado a una copa a todo aquel que creyera firme su propuesta de pagarles una copa. Se lo han creído tres personas. Dos son novelistas; la otra es el novio de uno de los camareros, que pasa largas noches junto a la barra esperando a que se vacíe el bar, se echen los cierres y se puedan ir juntos a su pequeño piso, aquí al lado.
—¿Cuándo viene Jorge?
Jorge es el ganador del Gran Premio Nacional de Novela Solidaria. No acaba de llegar. Se ha entretenido contestando entrevistas y pidiendo números de teléfono a las periodistas que no se acordaban en ese preciso momento de las preguntas más brillantes que querían hacerle.
—Ahora, ahora —afirma su novia.
—Está muy solicitado —informa su editor, y añade—: ¿Quién es usted?
Mario se presenta.
—Y este es mi amigo Lucas. Los dos somos escritores.
—Hola, encantado —Lucas.
—¿Dónde publicáis?
Mario mira a Lucas; Lucas mira el pequeño contenedor de desperdicios que hay al pie de la barra.
—Bueno —sucumbe Mario—, es una editorial pequeña.
Da el nombre.
El editor mira el pequeño contenedor de desperdicios que hay al pie de la barra.
—Ya veo —musita.
—Los comienzos son duros —habla la novia del ganador del Gran Premio Nacional de Novela Solidaria—, si lo sabré yo. ¡Si lo sabrá Jorge!
—Es un genio —Lucas no puede reprimir el ditirambo.
—Un puto crack —Mario no puede reprimir este apunte al alza, o que él cree al alza: un puto crack.
El editor sonríe. Se moja los labios con su gin-tonic y mira hacia el fondo de la sala, donde nadie parece mucho más interesante.
—Hay poca gente hoy —afirma.
—¿Dónde están Miráis y Mendiza y Mollás? —la novia.
—Muertos de envidia en sus casas, seguro —el editor.
—Miserables —la novia.
Mario y Lucas comprueban con cierta incomodidad lo familiar que en sus bocas resultan los nombres de los escritores más conocidos del país. Incluso insultarlos con tanta contundencia les parece inalcanzable.
—¿Nos vamos abajo?
Lucas ha afirmado con la cabeza ante la pregunta (hecha al oído) de su compañero de subsuelo literario. Se han despedido cordialmente del editor (gran editor) y de la novia (novia del Gran Premio) y han descendido las escaleras hasta dar con la segunda barra del pub, donde han dejado sus vasos vacíos y han pedido repuesto.
—Estaba buena, ¿eh?
—Joder, sí. Puto Jorge Pervote de los cojones. Ese vende en un día más que tú y yo juntos en un año, Lucas.
Reciben sus copas, y el hecho de tener que ir a pagarlas ellos esta vez, y no el gran editor, les hace pensar que les han puesto demasiado hielo.
—Todo es mafia, Mario, todito todito todo. No valemos para esto. Ni siquiera hemos conseguido que ese editor se quede con nuestros nombres.
—Sí, es…
Mario inicia la sucesión habitual de quejas. Lucas le apuntará todas aquellas que esta noche se le puedan estar olvidando. Que no vendemos; que no vamos a publicar más; que no salimos en el periódico; que no nos follamos a las editoras, ni a las agentes, ni a las jefas de prensa; que nunca sabremos cómo suenan nuestras novelas en italiano, ni en alemán, ni en inglés, ni en francés; que no ganamos ni para un lapicero con goma de borrar; que nuestra editorial es una puta mierda; que los premios están todos amañados; que nuestro talento no es reconocido; que Jorge Pervote escribe peor que nosotros, y es más feo.
—Puta mierda —Mario.
—Putísima —Lucas.
Se giran sobre sus talones y apoyan los codos en la barra. Parecen dos cowboys. Van dando nombre a los autores que tienen delante, en taburetes, en sofás peludos, en rincones tenebrosos.
Los conocen a todos.
A ellos no los conoce nadie.
—Voy al baño —Mario.
El baño, como de costumbre, está lleno de poetas. Mario espera varios minutos a que terminen dos o tres o cuatro de ellos (hay demasiados espejos ahí dentro) y luego entra a orinar y a leer los versos nuevos que han escrito en la cara interior de la puerta del retrete.
Hoy no estuvieron inspirados.
Mario detiene en seco su vuelta a la barra. Se ha quedado justo al lado de la máquina de tabaco. A cinco metros de distancia, entre cabelleras líricas y escotes editoriales, ve a Lucas besándose morosamente con una mujer.
—Joder —murmura, y los ojos se le abren como heridas de bala—. Joder —repite, y esta vez le ha temblado la voz.
Vuelve al baño. Se mira en el espejo. Los poetas le pasan por detrás con cercanía quizá excesiva. Él no se lo toma a mal, porque apenas los nota, concentrado como anda en no partirse los dientes de tanto apretar las mandíbulas.
—Qué cabronazo —murmura.
Cuando finalmente regresa a la barra, su amigo Lucas está solo, relajado, con el pensamiento en quién sabe qué algodones de azúcar.
—Bueno —principia Mario, y le da un largo trago a su copa—, yo como que me iba, ¿no?
Lucas se encoge de hombros. Mira su copa, pegadita a su codo derecho, pero no le concede un último baile. Dice:
—Venga, largo de aquí.
Los dos escritores desconocidos suben las escaleras del Wendy’s, se enhebran entre otros escritores (hay treinta y cuatro ahora), se pierden de vista unos instantes, se esperan, se conjuran para salir juntos del pub y seguir la noche en tabernas iletradas.
Lo consiguen.
Es la calle. Hace frío.
—¿Viste?
—Qué —Mario.
—Ya vino Jorge. Estaba Jorge. ¿No lo viste?
—No.
—¡Es muy bajo! —Lucas ríe—. Es bien bajito, el cabrón.
—…
—Ánimo, Mario —le pasa el brazo por sobre los hombros—, ya nos tocará, tío, ya nos tocará. ¡Mañana es nuestro turno!
Mario decide forzar su sonrisa.
—Sí, ya nos tocará —concede.
Lucas suelta a su amigo. Se pone a bailar claqué amateur sobre un charco. Luego se sube a la acera y pega su cuerpo a la esquinita de un portal.
—Un momento —dice.
Mario se frota las manos. Decide darse la vuelta mientras su amigo mea. Si pasara alguien por allí en ese momento, creería que no se conocen.