Los oficios del libro

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Los naipes del tahúr

Fernando Iwasaki

En España escribí dos libros. Uno era una colección de ensayos que había titulado, ahora me pregunto por qué, pLos naipes del tahúrp. Eran ensayos literarios y políticos… Al no encontrar editor, destruí el manuscrito tan pronto regresé a Buenos Aires.

Un ensayo autobiográfico
Jorge Luis Borges

Abelardo Linares arrellanó su enteca humanidad frente a un ordenador donde parpadeaba fosforescente un mensaje turbador: «La flota invasora se acerca. Presione intro para destruir la Tierra». Después de someter imperios, conquistar el Nuevo Mundo y desembarcar en Normandía, a nadie le sorprendió que Abelardo explorara el espacio en busca de emociones más fuertes. «Hay que ver lo listos que son los puñeteros marcianos», se lamentaba sonriendo.
La librería tenía una animación especial aquella noche, pues todos habíamos salido hechizados de la conferencia que Abelardo leyó en la Diputación de Sevilla por el centenario de Borges. En realidad la charla fue más bien breve. Abelardo habló de un olvidado escritor argentino, Manuel Forcada Cabanellas, quien había vivido en Sevilla entre 1919 y 1920, donde asistió al nacimiento del Ultraísmo y trabó amistad con el joven Borges. Si no recuerdo mal estábamos José María Conget, Vicente Tortajada, Pepe Serrallé, Alfredo Valenzuela y yo. Todos queríamos seguir hablando de Forcada Cabanellas, pero Abelardo nos entretuvo en un bar hasta que García Martín se marchó a su hotel. Era una madrugada de enero y en la librería hacía tanto frío como en la calle.
Mientras hojeábamos curiosos el libro de Forcada Cabanellas —De la vida literaria, Rosario, Editorial Ciencia, 1941—, Abelardo se concentró una vez más en repeler la inminente invasión alienígena. No fue difícil encontrar los capítulos dedicados a las tertulias sevillanas de principios de siglo, las veladas literarias de los Jardines de Murillo y la jocosa anécdota en la que un Borges adolescente y gamberro apedreó la casa del poeta Luis Montoto —Cronista Oficial de Sevilla y pregonero de su Semana Santa— en compañía de Isaac del Vando Villar y Adriano del Valle. Pero el pasaje que más nos interesaba era el que Forcada Cabanellas dedicaba al baúl que perdió cuando huyó de España al estallar la Guerra Civil.
Ahí estaban las citas leídas por Abelardo: «Entre las revistas literarias —mis inseparables camaradas y también mi mejor archivo, mi más caro tesoro— que perdí en Madrid juntamente con mi biblioteca volante con motivo de la fratricida guerra española, se contaban entre otras la colección completa de Grecia, encuadernada en dos tomos con pastas españolas y lomos con rótulos dorados». Creo que fue José María Conget quien leyó en alta voz los ruegos de Forcada Cabanellas a quien hallara las revistas de su entrañable baúl: «Hay que conservarlas con la ternura que requieren las cosas amadas y los objetos que participan de nuestra propia existencia». Cuando José María cerró el libro, todos recordamos el momento en que Abelardo confesó con cuánta ternura había respetado la voluntad de Forcada Cabanellas, mientras levantaba ante el perplejo auditorio un tomo de Grecia encuadernado en pastas españolas y con rótulos dorados en el lomo.
—Copón, y tú matando marcianitos —le reprochaba conmovido Valenzuela.
—Abelardo, haz favor y cuéntanos cómo encostraste las revistas —le urgió Pepe Serrallé.
Abelardo seguía pulsando botones y disparando en vano misiles que apenas rasguñaban a los extraterrestres. Sin apartar la mirada del monitor, Abelardo deploró la aniquilación del ejército americano y el pobre fuego del armamento ruso. «Ya solo me quedan las tropas de la OTAN —farfulló fastidiado—. Otra vez voy a perder». De pronto descubrió que todavía le quedaba un par de submarinos nucleares en el Ártico y lanzó una andanada de cohetes contra la nave nodriza, revelándonos a la vez cómo un anticuario de Madrid le ofreció el baúl con todo su contenido por apenas diez mil pesetas.
—¿Y se puede saber dónde tienes el baúl ese? —quiso saber Vicente.
—Ahí, debajo del equipo de música —señaló Abelardo, que acababa de perder sus dos submarinos.
Los cinco nos precipitamos sobre el baúl. Toda la vida había estado allí, ante nuestras propias narices y debajo de las rumas de poemarios inéditos que Abelardo recibe y que tira a la basura generalmente sin abrir. Dentro encontramos, en efecto, los volúmenes encuadernados de Tableros, Proa, Ultra y otras revistas de aquellos años, junto a postales, billetes de teatro, fajos de cartas y algunos sobres amarillentos que decidimos abrir ante la galáctica indiferencia de Abelardo. Así fue como apareció el manuscrito, mecanografiado en papeles de un color crudo cuyos membretes rezaban: «Cécil Hotel. Plaza de San Fernando, 15. Sevilla». Serían unas setenta o setenticinco cuartillas, todas anotadas con la caligrafía inglesa y minúscula de Borges. El título nos dejó mudos de estupor: Los naipes del tahúr.
Vicente soltó las muletas y se dejó caer en la primera silla que encontró. José María Conget aseguraba que aquel era el descubrimiento literario del siglo y que sabía de al menos tres universidades americanas que podrían pagar cientos de miles de dólares por la primera obra de Borges. Alfredo Valenzuela no entendía por qué Abelardo no había subastado o publicado ya ese libro, saneando así las terribles pérdidas de la editorial. Y Pepe Serrallé, organizador del homenaje del centenario, le preguntó en un hilo de voz si no había considerado la posibilidad de ponerlo en manos de María Kodama. Yo, mientras tanto, leía uno de los ensayos del manuscrito, dedicado —creo— a Baroja.
Abelardo, que para entonces combatía a las naves enemigas con la aviación ecuatoriana, murmuró que en realidad el libro era muy malo, que Borges hizo bien en destruirlo y que por supuesto él no sería quien lo diera a conocer.
—¿Pero tú sabías que estaba aquí, copón? —le preguntó exasperado Valenzuela.
—Sí —respondió lacónico—. Borges apreciaba el criterio de Forcada Cabanellas y le entregó ese manuscrito que copió a máquina del original que guardaba en un cuaderno. El puñetero siempre escribía en cuadernos.
Los extraterrestres habían aplastado ya cualquier manifestación de resistencia y Abelardo dirigió el cursor hacia el desierto de Arizona, donde un búnker secreto esperaba la orden de pulverizar la Tierra.
«Creo que voy a tener que destruir el mundo —se lamentó Abelardo, acariciando pensativo Los naipes del tahúr—. Es la única manera de preservarlo de sus enemigos», sentenció sonriente. Un ruido seco rasgó el silencio de la librería y la explosión arrasó a los invasores, mientras las trizas de Borges caían en la papelera como una baraja rota.