Los oficios del libro

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La escritura

Clara Obligado

La olla exprés está empezando a pitar cuando llaman a la puerta. Abro, y es una muchacha de rasgos orientales, menuda, con pechos de aceituna. Se sienta en mi cocina, coloca las manos sobre el regazo. Intento no incomodarla, pero debo reconocer que la que está molesta soy yo. Los garbanzos huelen y las gemelas ya tienen que estar saliendo del instituto. Mientras intento organizar mi agenda, quito el seguro de la olla, la cocina se llena de un cañonazo de vapor que sobresalta a Lyuba. Porque la chica se llama Lyuba, estoy segura, aunque no siempre es tan claro el nombre de un personaje. Lyuba se acerca a la olla y la mira con estupor, comprendo que en su mundo no existen las ollas exprés. Cuando sirvo los garbanzos se pone a devorarlos con las manos, como si fuera un animalillo. Esta noche, después de clase, tengo que presentar la novela de un amigo, mentalmente repaso lo que voy a decir. Llegan mis hijas con su bullicio apaciguante y cansino, cotidiano, a dúo quieren contarme algo. Por suerte, Lyuba solo existe para mí y parece que no va a darme demasiados problemas. Recuerdo la época en la que conviví con un suicida que arrastraba la soga para ahorcarse. Y aquel noble ruso que hedía a foca. Ahora es Lyuba, solo Lyuba, y parece discreta. Mientras pongo los platos pienso que solo deseo estar sola para escribir, y esa necesidad me hace sentir culpable, las caritas de mis hijas flotan, irreales, sobre los garbanzos. Cuando, en estereofonía, empiezan a pelearse. Lyuba las estudia y sonríe, entre mordaz y coqueta. Aprovecha que las gemelas se levantan de la mesa, se acerca y susurra: «A mí me violó mi padre». Pego un respingo, pero ella vuelve a sentarse, como si la información, vertida en mi cerebro, se refiriera, por ejemplo, al parte meteorológico. Intento borrar la frase pero repiquetea dentro de mi cabeza. Podría haber dicho «busco novio» o «no sé qué estudiar» o «quiero hacer puenting». Su confidencia da punto de partida a una historia tremenda. Llevo a las gemelas al polideportivo. Debería pasar por la peluquería, aunque si me recojo el pelo no quedaré del todo mal y así tendré toda la siesta para escribir. De la confidencia de Lyuba me extraña, no la historia con su padre, sino que me haya hablado en francés. Es evidente que Lyuba es una nenet, ese pueblo nómade que habita cerca del Ártico. No hablan francés, sino vaya uno a saber qué. Navego por Internet y encuentro sus costumbres: pastores de renos, tiendas con una estufa central, trajes típicos. Los rusos pretenden diezmarlos para quitarles el gas, están asentados sobre la mayor reserva del planeta. Hago una o dos llamadas para conseguir más información. Luego recuerdo una novela sobre esquimales. ¿Cómo se llamaba? El país de las sombras largas. Debería releerla. ¿De quién era? Encuentro una serie de datos etnográficos que no me interesan. Es una desgracia vivir sobre un tesoro, pienso. Apunto la idea para que no se escape. «La desgracia de lo bueno». Me gusta durante un rato. No, no me gusta, es una chorrada. Se parece a lo de Truman Capote en Plegarias atendidas. Wikipedia: «Los nenet, durante el invierno, suben hasta el Círculo Polar en busca de líquenes para sus renos». Me duele la cabeza, vuelvo a la cocina. Lyuba sigue allí y ahora la puedo estudiar. Es rara, pero muy hermosa. Pelo negro llovido sobre la espalda, cuello largo, miembros potentes. Abre las piernas, como si quisiera provocarme. No lleva bragas, veo el matorral de su sexo que huele a líquenes. Espera para ver cómo reacciono pero no caigo en su trampa. Simplemente me quedo allí, frente a ella, que ahora ha juntado las rodillas y mira en actitud indefensa. Me encierro en el estudio, escribo. Borro. ¿Qué edad tendrá Lyuba? No lo sé, es difícil calcular la edad de la gente que tiene aspecto oriental. Me pregunto si el comentario es racista. Tengo que investigar sobre las emociones de las niñas violadas. Teléfono: me ofrecen no sé qué, una mujer habla pero no le entiendo, tal vez tenga un fondo francés o esquimal. No sé qué contesto, cuelga enfadada. Siento el impulso de llamar a mi amiga Pilar, que acaba de adoptar a una niña esquimal, pero lo dejo para más tarde, además tal vez le molesten mis consultas. Corro a buscar a las gemelas. De paso haré la compra, aprovecharé para que me ayuden con los paquetes. ¿Y si me acerco a la peluquería? Con el resto de los garbanzos puedo hacer un humus para mis suegros, me queda muy bien. Maquillarme: en la presentación habrá prensa; si no, salgo en las fotos con cara de vampiro. Atardece, hace frío. Mientras conduzco por la M-30 pienso que lo mejor que podría pasar es encontrarme en medio de un atasco durante horas, pero el tránsito fluye en la tarde gris. Las gemelas están agotadas. Renuncio a la peluquería y al Hipercor. Solo me queda dejarlas en casa, recoger los libros, cambiarme para la presentación, dar mi clase. Puedo maquillarme en el baño, antes de salir. Le pongo un mensajito a mi marido, le pido que prepare la cena. Él me manda un sms cariñoso que no contesto. Vuelvo a sentirme culpable. Cuando dejo a las gemelas en el aparcamiento está Lyuba con una maleta enorme, la sube a empujones. No hablamos durante el trayecto, así que puedo concentrarme en la clase. De pronto, con una vocecita monótona, me cuenta toda una historia de frío y vejaciones. Habla de un mamut escondido en el hielo, cuenta que ha sido adoptada, que piensa viajar. Dice que consiguió algo en Normandía. «¿En Normandía?», le pregunto extrañada. Si fuera medianamente sensata, tendría que detener el coche en la primera esquina y bajar a Lyuba de un empujón. Tendría que dejarla sola, en medio de cualquier carretera. Pero no lo hago, su historia inconexa me fascina. Llego tarde a clase, me he dejado los apuntes, tendré que improvisar. Lyuba se sienta al fondo. Agradezco su cortesía y su silencio, con ternura pienso que debería encontrar a alguien que la quisiera de verdad, una familia, un novio. Esbozo las hipótesis, pero todo me parece terriblemente sensiblero, tacho una primera frase que he apuntado en mi cuaderno. Llego a la presentación tarde, cuando los fotógrafos se están cebando con el autor. Digo mis cuatro palabras con poco entusiasmo, solo he cumplido con el expediente cuando hubiera querido ser muchísimo más enfática. Además, estoy fea. No me quedo a la copa. Lyuba, en cambio, parece haberse bebido todas las reservas de alcohol de la noche y ríe como un bucanero, empeñada en ligar con cualquiera que se le cruce. La saco a tirones de la fiesta, bamboleándose la empujo dentro de un taxi mientras insulta a todos los que pasan. Se bambolea cuando la meto en la cama y la abrazo, cuando la cubro con un edredón y le digo que se calme, que mañana veremos. Entonces extiende sus brazos, largos y delgados, en los que asoman las marcas de la violencia del padre. Le acaricio el pelo y me tiendo junto a ella, le doy calor. Lyuba respira como un animalillo asustado, coloca mi mano sobre sus pezones de aceituna y, aunque intento desasirme, me sujeta con su fuerza tenaz, clava en mi garganta sus dientecillos afilados. Resignada, extiendo el cuello y la dejo beber. La casa está en calma: todo el mundo duerme. Yo escribo.