Los oficios del libro

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Hambre

David Roas

Tengo hambre. Cinco días sin comer son ya demasiados. Cinco días atrapado esperando que alguien venga a rescatarme. Me siento débil. Y el calor no ayuda.
Aunque he tenido suerte: si llego a ir a mear un minuto más tarde, no lo cuento. Y al menos tengo agua y luz (por lo que se ve, el derrumbe no ha afectado a las tuberías ni a la instalación eléctrica). Y puedo usar el váter, algo también importante.
Claro que no todo es perfecto: el cuarto de baño no mide más de 2 x 2 metros, la puerta está bloqueada, no hay ventilación y el calor es sofocante incluso por la noche.
Resulta irónico comprobar que «morir de éxito» puede ser algo más que una frase hecha.

Nadie daba un euro por El código de la catedral del viento cuando decidí publicarla. Ni siquiera mis propios empleados, que no dejaron de insistir en que estaba cometiendo un error, que era mejor apostar por otro tipo de historias: novelas de crímenes en ambientes gélidos, relatos vampíricos en la ESO… El autor, un novato, tampoco era un elemento que jugase a nuestro favor.
Se equivocaron.
Aunque ni yo mismo esperaba un éxito semejante. En pocas semanas la primera edición se había convertido en una segunda, después en una tercera… Antes de irnos de vacaciones, hemos dejado impresa la quinta. Diez mil ejemplares listos para ser distribuidos en septiembre. Y esta vez en tapa dura. Todo un récord para nuestra pequeña editorial.
Paco, el encargado del almacén, me lo había advertido en varias ocasiones. Demasiado peso. Demasiados libros amontonados en aquel espacio tan pequeño. Pero no le hice caso. Para tranquilizarlo le dije que a la vuelta del verano tenía pensado alquilar un almacén mayor. Estaba seguro de colocar esa quinta edición, y algunas más. Me relamía solo de pensarlo.

Gritar es inútil, rodeado de libros que insonorizan el baño. Tampoco tengo forma de comunicarme con el exterior. El móvil está (aplastado, imagino) en mi chaqueta, que dejé, como siempre, colgada del respaldo de la silla de mi despacho. Nadie puede oírme. Además, las empresas que ocupan las naves vecinas están de vacaciones.
Mis empleados tienen tres semanas libres por delante en las que —estoy seguro— no darán señales de vida. Ni tampoco mi familia: mi exmujer se ha llevado de veraneo a mi hijo (este año le tocaba a ella) y quedamos en que yo no vería a Luisito hasta el día uno de septiembre. Y mi hijo sé que no me llamará, salvo que ocurra algo grave. A sus quince años, bastante ocupado estará entre la playa y la discoteca para pensar en su pobre padre.
Nadie se extrañará de mi ausencia ni de mi silencio.
He intentado abrir un hueco en el muro de libros que ha sustituido a la pared que hacía de frontera con mi (ahora) derruida oficina. Pero por más ejemplares que aparto, siempre aparecen nuevos. Enseguida he dejado de excavar: no es buena idea seguir metiendo libros en mi reducido habitáculo. Me siento como un minero atrapado en una galería subterránea. Luz artificial, calor sofocante, espacio limitado.

Quizá alguien que pase cerca del almacén vea lo que ha ocurrido y avise a los servicios de emergencia. Aunque la gente no suele venir a pasear por este polígono perdido en el campo. Y, ahora se me ocurre, puede que el derrumbe solo haya afectado al interior del edificio, que por fuera siga igual.

Tengo mucha hambre. ¿Cómo voy a aguantar tantos días sin comer? Pensar en ello me trae la imagen de la máquina de chocolatinas que hay al otro lado de la puerta, en el pequeño recibidor de la oficina. Suculentos Kitt-Katts, deliciosos M&Ms, empalagosas barritas de Twix, crujientes y onduladas Matutano, pegajosas bolitas de Cheetos, Bocabits de sabor indescifrable... Manjares que también estarán aplastados bajo cientos de ejemplares de El código de la catedral del viento.

Cada vez estoy más débil. El calor resulta agobiante. Hace días me quité la ropa y ya no he vuelto a vestirme. ¿Qué más da? Paso las horas tumbado sobre la cama que me he fabricado con un montón de ejemplares de la maldita novela. Mejor que acostarse en el suelo. Aunque la edición en tapa dura le resta algo de comodidad a mi improvisado lecho. Si fueran ejemplares de bolsillo… Me siento el Conde de Montecristo. Cuento los días de mi encierro marcando rayitas en la pared. El reloj es de poca ayuda. Si al menos fuera digital, con sus a.m. y p.m. Los cambios en la temperatura son el mejor registro del paso del tiempo: cuando el calor se atenúa, sé que es de noche. Pero aquí nunca refresca de verdad.

Por suerte, la claustrofobia sigue sin aparecer, pero me aburro mortalmente. Después de un segundo y —de nuevo— fracasado intento de excavar un túnel (mi desesperación se ha impuesto durante unos minutos), no tengo nada que hacer. Aunque duermo mucho —el efecto conjunto del calor y la debilidad—, las horas que permanezco despierto son demasiado largas.
Resulta irónico estar rodeado de libros y que todos sean el mismo, que, evidentemente, ya he leído. Pero abro El código de la catedral del viento y me pongo a leer. Sus setecientas cincuenta y seis paginazas me entretendrán una buena cantidad de horas.

Sé que un cuerpo humano puede aguantar muchos días sin comer. Alrededor de un mes. Y antes de que ese periodo pase, alguien aparecerá por aquí. Y me salvará. Suerte que el grifo sigue funcionando, porque más de tres días sin beber significa una muerte segura.
Pero no puedo dejar de imaginar mi agonía, mi muerte. Y la escena ridícula cuando lleguen hasta mí los servicios de rescate: yo, delgadísimo como un niño de Biafra, tumbado en bolas sobre un montón de ejemplares de El código de la catedral del viento. Y en pocas horas, las fotos de mi patético cadáver ya estarán colgadas en Facebook.
Algún romántico gilipollas pensará que ese es el deseo secreto de todo editor: morir rodeado de sus libros. Una mierda. Yo quiero salir de aquí, como sea. Aunque tenga que comerme toda la puta quinta edición.

La novela es una auténtica mierda. Un pestiño indigerible.

Nueva idea terrorífica: espero que la bombilla no se funda. Podría apagarla un rato cada día para que su filamento se refresque, pero me da miedo hacerlo y que después no vuelva a encenderse.

Hoy mi estómago ha dejado de rugir, pero sigo sintiendo un hambre atroz. Sin darme cuenta, cojo uno de los ejemplares que me sirve de almohada, arranco una página, la rompo en pedazos y me los meto en la boca. Mastico despacio. No tiene mal sabor. Me como dos páginas.
Enseguida experimento una agradable sensación de saciedad. La conjunción de papel, tinta y agua debe de tener un efecto parecido al de la fibra. Aunque no tardo en comprobar que la digestión es muy pesada. Y soporífera. Me siento como un koala.

Despierto y me como un par de páginas más. Nueva duda: ¿cuánto papel impreso puede ingerir un humano antes de morir envenenado? A diferencia de algunas editoriales, nosotros utilizamos papel libre de cloro. Seguro que no me hará daño. Y algo de celulosa todavía contendrá. Ricas vitaminas vegetales.
Este pensamiento me anima. Según las rayitas de la pared, faltan solo diez días para el uno de septiembre. Tengo libros suficientes. Y agua de sobra para tragarlos.