Los oficios del libro

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Una primera edición

Héctor Abad

A Andrés Trapiello

Siempre quise volver a tener la primera edición de Poeta en Nueva York, de García Lorca. Por superstición, por fetichismo, por nostalgia. Explico la superstición: creo que se leen mejor las primeras ediciones que las sucesivas, porque la decisión tipográfica inicial casi nunca es caprichosa. Explico el fetichismo: una vez que estuve enamorado regalé, en un acto de locura inexplicable, una primera edición de Poeta en Nueva York, que había comprado con muchos sacrificios. Explico la nostalgia: amo las ediciones de Séneca, esa gran editorial que fundara don José Bergamín en su exilio mexicano, cuando tuvo que abandonar España por la dictadura de Franco.
Tengo, con tres amigos, una librería de viejo en Medellín. Se llama Palinuro y es un cuchitril que está en el centro de la ciudad. Los socios somos el cómico Valencia, que hace reír una piedra; el bohemio Obregón, un clon de Valle Inclán que bebe de noche y duerme de día; alias el Maraquero, que es el administrador, un calvo bondadoso, redimido del alcohol por los libros, pero tan miope que no ve nada a un metro de distancia, y yo, que escribo cuentos y artículos sin parar para mantener a dos hijos que estudian en universidades privadas.
Como el Maraquero es miope, en Palinuro se viven robando libros. La mayoría de los hurtos no tienen importancia porque nuestros ladrones tienen muy mal gusto. Borrachitos o drogadictos entran en la librería, se meten cualquier cosa en el bolsillo de la chaqueta y pasan a venderla a otra librería anticuaria que está a pocas manzanas de la nuestra. En general estos robos se compensan solos. Los ladrones le roban también al colega y lo que por agua se va, por agua viene, porque casi siempre regresan a vendernos, a precio de huevo, lo que le roban a nuestro vecino de la otra cuadra. Justicia poética.
Pues bien, hace poco más de un año, estuve a punto de comprar otra vez la primera edición de Poeta en Nueva York (1940), hermosa, intacta, con el poema de Machado, el prólogo de Bergamín, los cuatro dibujos originales de Federico. Estaba entre los libros de la biblioteca de un marica viejo, gran coleccionista, que había muerto de sida y cuyos familiares no querían tocar ni sus libros por miedo al contagio. Cuando compramos esta biblioteca, los socios nos juntamos para ponerles precio a los libros más raros y aunque yo hubiera querido valorar Poeta en Nueva York en pocos pesos —y así lo insinué con una hipocresía imperdonable— el bohemio Obregón me salió al paso y consideró, justamente, que esa edición costaba por lo menos dos mil dólares. Hasta ahí llegaron mis ímpetus de comprador. Me resigné a la verdad, y el gran ejemplar, perfecto, fue a dar a la vitrina de curiosos de Palinuro, no sin que antes la perfecta caligrafía del bohemio Obregón pusiera con lápiz, en la última hoja, la siguiente inscripción: «Primera edición. Rara. US$ 3 000». ¿Por qué tres mil? le preguntamos. Por si piden rebaja, contestó.
Pero lo que les digo: el Maraquero es miope. Dos meses después, se habían robado el libro. Los socios hicimos una reunión de emergencia. Visitamos al vecino. No estaba allá. Hicimos una inspección a los demás anticuarios de la ciudad. En vano. Preguntamos entre los más reputados ladrones de libros de Medellín. Nada.
Pasó el tiempo. Cada año, por el aniversario de Palinuro, yo hago un almuerzo en mi casa para los socios del negocio, sus hijos, esposas o concubinas. Asisten también los seis padrinos lectores que tiene la librería: Hernán Botero, Klaus el ajedrecista, Rosa de Palinuro, el Mono Saldarriaga, los actores del Águila Descalza… Es un almuerzo de esos largos en los que el almuerzo se sirve a la hora de la cena, y la única vez al año en la que el Maraquero se permite tomar un par de vinos tintos. Dos no más. La fiesta se termina cuando el bohemio Obregón se duerme en el sofá, con un cigarrillo prendido en la boca, lo cual suele ocurrir hacia las cuatro de la madrugada. Esta vez, por desgracia, la reunión se acabó poco después de las nueve de la noche, y fue disuelta antes de que pudiéramos servir siquiera la comida, unos frisoles verdes con patacones y chicharrón.
Ocurrió que, a eso de las seis y media de la tarde, el cómico Valencia se acercó al sitio donde yo guardo mis tesoros bibliográficos, un oscuro nicho que está al lado del baño. Allí tengo una primera edición de Machado, firmada; su Obra completa (editada también en México por Séneca); varias primeras de Borges, de Rulfo y de León de Greiff; la primera, en varios tomos, de Fortunata y Jacinta, de Pérez Galdós; la Historia de un deicidio, firmada por Vargas Llosa y por García Márquez al unísono, y no mucho más… El cómico Valencia estuvo un rato mirando, admirando, y de repente tuvo un sobresalto. Volvió de su pesquisa caminando muy rápido, con un libro en la mano: la primera de Poeta en Nueva York, Editorial Séneca, de Federico García Lorca. Se la entregó en silencio al bohemio Obregón. Obregón la abrió por la última página. Se la pasó al Maraquero. El Maraquero acercó sus ojos de miope a cinco centímetros de la página y leyó en voz alta lo que estaba escrito a lápiz, con la letra inconfundible de Obregón: «Primera edición. Rara. US$ 3 000».
Se hizo un silencio largo. Nadie me pasó el libro a mí, pero todos me miraban. Miraban al ladrón. Yo no sabía qué pensar ni qué decir. «Estás pálido», dijo una esposa. «Estás rojo», dijo una hija. «Estoy sudando», pensé yo. No podía explicarlo. Juro que no podía explicarlo. Yo no había cogido el libro. Yo no lo había traído a mi casa. O yo no recordaba, por lo menos, haber robado el libro. Tampoco recordaba haberlo traído a mi casa. Y no lo había visto nunca ahí en esos meses, aunque debo reconocer que pocas veces me asomaba por el sagrario de mis libros más valiosos. Están en la sombra, protegidos del sol, detrás de una estantería con vidrio que los salva también del polvo. Sentía culpa, y no sabía de qué. Pero ahí estaba, a la vista de todos, ante el silencio de todos, el cuerpo del delito. Y todos sabían también de mi superstición por ese libro, de mi fetiche, de mi nostalgia.
Mi cabeza disparaba hipótesis locas, sin dar con la solución. Abochornado, casi sin respiración, pensé en mis distracciones, en mi desmemoria. ¿Tan mal estaba ya? Con ánimo de culpar a otro, recordé que Obregón había ido al baño con su mochila, y solamente las mujeres se llevan la cartera al baño. Miré con desconfianza a los actores, al ajedrecista, a Rosa. Pero todos tenían pupilas inocentes y me miraban a mí. El único culpable, según todos los indicios, no podía ser nadie más que yo.
Me senté en un taburete. El bohemio Obregón fue el primero en hablar. «Esto es intolerable», dijo. «Yo no me lo robé», dije. «Y entonces, ¿por qué está aquí?», preguntó el Maraquero.
«No sé», dije. El cómico Valencia también terció: «Si tanto lo querías, te lo hubiéramos regalado». Todos los invitados callaban y miraban. «El libro debe volver a la librería», dije. Hernán Botero, para cambiar de tema, empezó a contar con detalles el argumento de una novela larguísima de Pearl Buck. Hablaba y hablaba, pero nadie prestaba atención al sonsonete de su voz.
La reunión se puso incómoda. La alegría de siempre se convirtió en cuchicheos inaudibles y conversaciones que no llegaban a ninguna parte. Los invitados se fueron yendo poco a poco, con despedidas breves en las que no se dignaban dar las gracias. Antes de las nueve, yo estaba solo en la sala de la casa, con el libro en la mano y el terror en los ojos. Llevé los ceniceros y vasos sucios a la cocina; vi las ollas rebosantes de comida que nadie había probado.
Nunca supe qué pasó. Alguien tenía que haberlo puesto allí. No sé si ustedes me crean que yo no lo robé. Al menos yo no recuerdo habérmelo robado. Durante mucho tiempo me sentí muy mal y todavía ahora, cuando revivo el momento, empiezo a sudar y supongo que cambio de colores.
Ahora el libro está en la Librería Palinuro de Medellín, Carrera Córdoba, esquina con Perú, por si lo quieren comprar. Primera edición, perfecta, intonsa. Tres mil dólares. Si piden rebaja, lo dejamos en dos mil.