Los oficios del libro

Le Clézio en el desierto

Juan Carlos Méndez Guédez

Me odiaste la primera vez que te dije que los hombres amábamos a trozos. No lo comprendiste. Intenté explicarme. Amamos fragmentos. Enloquecemos por una boca, un lunar, unos pechos, un gesto para apartar el cabello, la tersura de una rodilla. Enloquecemos por el esplendor de un muslo o por unas cejas pobladas.
Seguiste odiándome. Te burlaste. «Los hombres…», murmuraste con gesto cansado. «Bien —murmuré—, no digamos los hombres…, digamos que yo amo en fragmentos». Ya no me escuchabas. Alguno de mis compañeros dijo un chiste, otro soltó una carcajada, otro comentó una película. Todos eran más interesantes que yo. Más lúdicos, más naturales. Todos te adoraban y te seguían como si fueses el imán que va arrastrando pequeñas virutas de metal.

Ahora veo tu mano. Tu mano derecha. Te miro desde un asiento situado a tu espalda. Te miro oblicuamente. Te miro y no me miras. Veinticinco años después de la última vez que coincidimos. Pero déjame decirte que tu mano sigue intacta. Lo sé.
Las manchas. Rojas. Blancas. Marrones. Las manchas vendrán pronto. Pero aún no las tienes. Tu mano ha vencido al tiempo. Hasta hoy.

1977. Mano de Andreína empuñando un chupachús bajo el sol del verano. 1978. Mano de Andreína en la iglesia. 1982. Mano de Andreína sosteniendo un libro de Le Clézio. 1983. Mano de Andreína sirviendo el vino que acabamos de robar de una bodega.

Tu mano izquierda también es bella pero siempre fue la que acompañaba a la otra, la que también está allí, la que produce armonía. Quizás yo era eso mismo, quizás entre ese grupo de amigos del pueblo, ocho chicos, tres chicas, yo era la mano izquierda, la mano que acompañaba, la que estaba siempre allí, la que era necesaria aunque nadie se detuviese a contemplarla. Mundo diestro de aquellos años: las montañas, los gélidos ríos. Tanta alegría. Nosotros tras de ti. Siempre.

Me gustaría hacer más íntima esta descripción de la mano derecha de Andreína. Al fin y al cabo es mi voz la que agrupa estas palabras, es por mi voz que tu mano regresa y redescubre que siempre ha sido una tersura minuciosa, un golpe luminoso, un sonido tajante. Podría decir: mano de Andreína en el cine de verano (¿1982?); mano de Andreína debajo de la mesa (¿1980?), mano de Andreína posada en mi hombro mientras nos lanzamos al pozo de la montaña (¿1979?). Pero apenas recuerdo los tiempos. Apenas recuerdo si fue conmigo que tu mano vivió esos instantes o con alguno de mis compañeros. El tiempo iguala, arrasa, borra, confunde, entremezcla. La única coherencia posible que podemos ir armando es mezclar lo que vivimos con lo que vivieron los otros.

Yo adoraba tus manos. En concreto tu mano derecha. La mano en la que llevabas siempre aquella novela de Le Clézio, un volumen de tapas rojas que incluso en invierno refulgía como si el papel estuviese a punto de arder. Adoraba tus manos aunque no sabría describirlas. Muy finas, muy largas. Dedos largos que parecían avanzar, avanzar, dedos que parecían poseer una voluntad de crecer hacia el mundo, de señalarlo, de dirigirlo. Por eso me gustaban los momentos en que tu mano se detenía, en que tu mano parecía agazaparse sobre sí misma. Cuando escuchabas las clases, cuando la guardabas en tu abrigo, cuando jugueteabas con mi mano debajo de esos mesones donde compartíamos meriendas y porros.

Adoraba tu mano a partir de aquel libro de Le Clézio. Por eso me encantó cuando me lo prestaste unos instantes: una novela en francés; jeroglíficos; palabras que vagamente parecían insinuar una música, un espacio desierto. Quise comentar algo. Sentía esas palabras poderosas, rotundas en tu mano. Me dijiste que te encantaba ese libro: que era profundo, que era melodioso, que era como estar debajo de las cascadas gélidas que murmuraban a la salida del pueblo

Veo tu mano. No dejo de mirarla. Ahora hojeas una revista llena de playas coloridas, actrices, ciudades brillantes. La típica revista que obsequian en los trenes durante el viaje. Y sí. Cierto es que tu mano se preserva, pero tu mano sin el libro de Le Clézio es menos tu mano, tu mano sin mí, sin nosotros, es menos tu mano.

La primera vez fue en uno de los graneros. Escuché ruidos. Me asomé. El rostro de Roberto (¿o era Carmelo?) convertido en una ausencia, un rojo brillante, una dulce asfixia. Miré mejor. Roberto con el pantalón abajo y tu mano empuñando su verga, tu mano feliz que lo masturbaba y lo acariciaba. Nunca comenté nada. Luego fue una madrugada en la plaza; bajo la sombra de los castaños. Ahora sí, Carmelo (¿o quizás Arturo?) rendido, desflecado y con los brazos en cruz mientras tú lo vencías y tu mano derecha subía y bajaba, cambiaba el ritmo, oscilaba. Y así con los otros amigos del grupo, con varios de ellos. Sin prisas, sin explicaciones. Como un acto natural de la propia amistad que les otorgabas. Ser borrados del tiempo y de las calles con la dulce presión de esa mano tuya que avanzaba entre sus pantalones y los frotaba hasta que se vaciaban enteros.

Poco antes de que te marchases del pueblo me robé una botella de vino y me acerqué hasta tu casa. Te encontré leyendo a Le Clézio. Te dije que paseáramos, que nos emborracháramos, que en unos años a lo mejor volvíamos a encontrarnos en la universidad, pero que ahora… Me miraste con ironía. Ascendimos hasta la aldea abandonada durante la guerra. En una pared derruida conversamos mucho rato. Leíste para mí unas frases de Le Clézio y sonreí al no comprender ni una palabra. Cuando ya era de noche repetí siete veces que estaba a punto de marcharme, que me iba, que no regresaría al pueblo; que me encantabas tú, que me encantaban los amigos que teníamos, pero me sentía asfixiado entre las montañas; así que de ahora en adelante viajaría mucho; conocería mil ciudades; viviría en una casa muy blanca, una casa fresca y lujosa en medio de un desierto.
Miraste hacia el valle. Luego tu mano avanzó feliz, leve, y me bajó la cremallera. Primero me frotaste con dos dedos, luego con tres, luego apretaste bien con la palma de la mano y al notar que mi verga parecía asustada, escupiste sobre tu mano y esa calidez de la saliva, esa suavidad, lograron excitarme y el cielo pareció borrarse. Insististe un buen rato. Sin cesar. Pensé que tu mano se multiplicaba, que era muchas manos, que eras mil dedos. Estaba oscuro pero cuando eyaculé y llené tus nudillos y tus uñas y tu muñeca y tus dedos, un oculto resplandor brotó desde tus poros. «Hueles a humo», dijiste sonreída.

Hace un rato me levanté para ir al bar del tren. Te miré con fijeza. No me reconociste. Me parece normal. Yo ni siquiera puedo recordar el nombre de todos aquellos amigos del pueblo, ni sus rostros, ni podría decirte qué fue de ellos o si en sus bocas palpita ese rictus de hastío que tú tienes ahora. Solo podría decirte que aunque lo intenté muchas veces, jamás aprendí francés. Nunca pude leer esa ni ninguna otra novela de Le Clézio. Nunca me moví más allá de la opaca ciudad de provincias que quedaba a un par de horas de nuestras montañas.

Esa madrugada te tomé de la mano. Una mano húmeda, pálida. Descubrí que habías olvidado el libro de Le Clézio en la aldea. Pensé que te lo comentaría luego; que lo buscaría yo mismo la mañana siguiente antes de irme.
Me gustaba estar en tu mano. Merecer esa mano tuya que al recogerse en sí misma me apretaba con fuerza.

Tomo la maleta y me dirijo a la puerta. Observo cómo distraída sigues hojeando la revista y al pasar a tu lado me detengo. Comprendo que no bajarás en la misma estación que yo. No hablo. Solo con infinita lentitud extiendo mi brazo y acaricio tu mano derecha con la yema de los dedos, como si esa lentitud fuese un reencuentro, una oportunidad, un lanzarnos hacia atrás para extraviar todo lo que vino luego. Me miras perpleja. Enrojeces. Abres los ojos indignada. Luego pareces reconocerme unos segundos y sonreír, pero de inmediato quedas de nuevo muy seria. Casi rabiosa. El tren va a arrancar de nuevo. Salto en el último segundo.

En la librería de la estación pregunto si venden libros de Le Clézio. Libros traducidos.
Me dicen que no. Oigo el tren: sonido humeante, pequeño.