Los oficios del libro

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Festina lente

Javier Azpeitia

Para Virginia, Esther, Jose, Borja, Gerardo y Chema.
Por las discusiones, los libros y las carcajadas.

¡Maldito sea Andrea! Cien veces maldito él, y maldita su mujer, la Torresano, y maldita la ascendencia toda de ambos.
Se lo dije desde el principio: no es necesario el matrimonio para montar el nuevo taller. Podríamos haber firmado un contrato, y hay otras mil maneras. Pero no. Él, que trabaja con papeles todo el día, no cree en los papeles. Él es un hombre de costumbres, prefiere que nuestro compromiso se haga por el método tradicional, con la unión de nuestras familias, valiente imbécil. Y esa desconfianza ¿a qué viene?, ¿qué podría hacer yo sin su dinero, por más que acabara quedándome, no sé de qué manera que no fuera considerada un robo, con sus prensas y la tipografía de Jenson?
¡Una boda a mis cincuenta años, justo cuando me creía al fin libre de clientelismos! Y a ser posible, decía orondo Andrea, con un heredero cuanto antes. Ya, claro, ¡un heredero! No hay nada que me resulte más deprimente que perpetuarme en una copia defectuosa y sin fe de erratas.
Para colmo de males han llegado justo hoy del taller de Mantegna los ciento setenta y cuatro dibujos para las xilografías de la Hypnerotomachia. He tenido que esperar más de siete horas del reloj para sentarme a verlos con detenimiento. Son verdaderas ventanas al mundo hipnótico que busca el libro. La excusa perfecta para encerrarse aquí, si no fuera porque la gente se alimenta de su propia suspicacia.
Nada me cuesta imaginar los comentarios: ¡Deja sola a su joven esposa en la noche de bodas! ¡Los achaques de la edad! ¡Estará temblando de terror en su gabinete!
No tienen ni la menor idea. No saben que me traigo entre manos el libro más bello que jamás se haya dado a la imprenta. Los grabados otorgarán cuerpo a todas las ensoñaciones que me han tenido en vela durante los tres últimos años. Encarnan por fin el combate amoroso y onírico de mi Polífilo, el personaje de mis sueños, el amante de la variedad del mundo.
Claro, que me he visto obligado a apartar los dibujos y dejar de disfrutarlos al llegar a la fuente: la ninfa desnuda acosada por el fauno. De pronto, la imagen de la desnudez, que antes veía tranquilamente con el intelecto, me ha molestado enormemente. El mismo asunto del libro se convertía en algo del todo perturbador, pese a que sé que la estética está reñida con el instinto.
Mañana empezamos a trabajar la madera, que se adivina cálida en cada surco. Sí. Cualquier marido habría hecho lo mismo que yo, por reciente que fuera la boda y bella que fuera la esposa: ¿qué tiene la carne que no recoja el papel? Nada. Si quitamos la suciedad o la enfermedad, no hay nada en la carne sino palabra, palabras negras que se nos embrollan en la cabeza. Solo hay que ordenarlas correctamente, fijarlas en el idioma adecuado, componerlas enfilándolas en el libro de la vida para que pierdan la espantosa relevancia orgánica que transportan en su sentido, su olor fresco de manzana, el dulce tacto de su piel joven. Porque las palabras están construidas de una materia divina que el viento no puede ajar, una materia en nada comparable a la carne débil. Bien lo sé yo, que hoy he envejecido una hebdómada completa, año tras año hasta completar los siete, según avanzaba el día.
Y eso que la cosa ha empezado de manera prometedora. Han llegado tardísimo, yo ya no sabía ni qué hacer en la espera, subiendo y bajando la escalinata. Cuando Maria ha puesto pie en tierra estaba descompuesta, llevaba así, al parecer, desde que la caravana en que venía avistó la ciudad al amanecer. Se levantó de pronto el euro, eso cuentan, y el olor de Venecia les llegó de golpe. La entrada a una ciudad es siempre una tortura para los estómagos delicados, más aún si se trata de una ciudad sumida en el agua, que acelera y expande la descomposición de la basura.
El paseo final en barca por los canales ha debido de ser el remate. Para su desgracia, había un caballo muerto flotando al pie mismo de la escalinata, yo con los nervios ni me había dado cuenta. Parece que es eso lo que terminó de derrumbar el muro de su entereza. Su equipaje era interminable, venía en un par de barcazas, pensé que no encontraríamos sitio para todo aquello. Ella había desembarcado con un baúl en las manos, pequeño pero muy pesado, como podía deducirse por la tensión con que lo sujetaba. Imaginé que habría allí joyas u otras fruslerías de mujeres. Pero de pronto tropezó y se le cayó el baúl, que al golpear en el suelo se abrió y volcó parte del contenido. Libros. Llevaba el baúl lleno de libros. Puedo recordar cada pliegue del visaje de sorpresa que se le quedó a mi fiel Trismegisto.
Aunque apenas hubo tiempo para el asombro. Sin poder evitarlo, Maria se inclinó y comenzó a vomitar. Echó hasta la primera papilla allí mismo, así que la llevaron a sus habitaciones sin dejar que se detuviera a saludar, y me libré de todo el protocolo. Entreví su rostro, cubierto por el velo, cuando tuvo que apartarlo para devolver la comida, y me dio la impresión de que estaba maltratado por los filos de la vejez. Vana esperanza.
De hecho no conseguí ver con detenimiento aquel rostro sino al final de la ceremonia, larga hasta el tedio. Cuando se levantó el velo supe que era fastidiosamente bella sin volverme hacia ella, solo por la expresión lamentable que le cruzó la cara como una sombra al deán que oficiaba la boda frente a nosotros. Pero lo que no me esperaba ni de lejos al mirarla es que fuera tan joven.
Lo tenía que haber hablado con su padre. Esas cosas se dejan claritas, hoy en día. ¿En qué cueva he andado metido este tiempo? Soy un verdadero cretino para todo asunto mundano. La literatura y la filosofía me han sorbido el seso convirtiéndome en un analfabeto para la vida. Pero —es mi única excusa— por muchos cálculos que hubiera hecho nunca habría llegado a imaginar que fuera tan joven. Cuando hablamos de la boda, siempre pensé que sería con la mayor, no con la pequeña.
Yo conocía a la otra. Me la presentó Andrea Torresano hace tres años, cuando me instalé en su taller para hacer al tiempo las veces de consejero y aprendiz. Aquella mujer frisaba la quinta hebdómada. Había recorrido ya la mitad del camino de la vida, y se notaba. Su rostro severo le otorgaba un cálido aire de dama fuerte y decidida. Era la viva imagen de su padre, fruto de su primer matrimonio con una veneciana que murió al traerla al mundo. Sabía que tenía otra hija de su segundo matrimonio, pero no llegué a verla nunca…
No me lo puedo creer. Acaban de llamar a la puerta. Es inaudito. Cuando he abierto Trismegisto se ha deshecho en excusas y explicaciones. Pero esa criada gruesa y entrometida no le ha dejado acabar:
—Traigo recado de tu esposa —ha dicho, enarbolando con agresiva impertinencia esas dos palabras—. Ya está acostada y se encuentra muchísimo mejor tras el baño. Se pregunta si…
Antes de que soltara nada especialmente incómodo la he interrumpido a mi vez, con toda la impertinencia de que he podido hacer acopio.
—Dile a tu señora que me alegro de que se haya repuesto, y que espero que descanse y mañana se encuentre definitivamente saludable. Por mi parte, con la ceremonia y el banquete me ha sido imposible atender a los trabajos de la imprenta, que son muchos y urgentes. Tengo que recuperar ahora el tiempo perdido. Como ya te habrá indicado Trismegisto, cuando me encierro en esta sala es para que nadie me moleste, bajo ninguna excusa.
Iba a protestar, pero le he dado con la puerta en las narices. Aunque no va a resultar tan sencillo librarse de ella. Ya me estoy imaginando los próximos ataques. La murmuración será, no hay duda, su arma más terrible. Y aquí va a encontrar materia de alta calidad para sus chismes. Tiene para rato.
De mis criados no hay cuidado, son todos como tumbas, todos cretenses, llegados a Venecia con el deseo de recuperar poco a poco la posición de sus antepasados bizantinos, que bajaron a Creta expulsados por el turco. Y han sido ostensiblemente fieles a mí desde que hace un año nos instalamos en el palacio y dimos vida al taller montando las tres prensas, porque están embarcados en el mismo proyecto y nada los preocupa más que el esclarecimiento y la edición de las grandes obras griegas que todos nos hemos visto obligados a leer en manuscritos copiados con dudosísima habilidad, horadados por erratas, repeticiones y lapsus que a veces forman verdaderas lagunas de texto. No. Mis criados no quieren saber nada de mis bodas, ni de mis problemas, ni de mis juergas, suponiendo que las hubiera. Algo como lo que nos está sucediendo altera también insoportablemente sus vidas, sin duda. Sobre todo porque en este tiempo, hasta hoy mismo, yo no había tenido lo que públicamente llaman una vida privada. Nunca les habían importunado más invitados que los propios clientes de la imprenta o los trabajadores de la competencia. Hemos ido imponiendo una consigna: nadie entra a la casa de Aldus Manutius si no es con un libro bajo el brazo o en el seso.
Pero ¿cómo controlar a las criadas de una muchacha? No hay nada que me fastidie más que esas risitas cómplices y esos murmullos que se han disparado sin remisión en las escasas veces que me he acercado a ella para mostrarme solícito, y no con ningún anhelo pecaminoso como parecen augurar sus vocecillas de damiselas… Al fin y al cabo esta es mi casa, yo soy el anfitrión y ella mi huésped…
¿Y qué se les puede reprochar de su comportamiento, si al cabo no son sino criadas en el palacio de una mujer como la Torresana, mi suegra desde hoy mismo? Durante el banquete de bodas la tenía sentada a mi lado. Bebía sin parar, haciendo uso indiscriminado de su risa y de su escote ante los comensales más cercanos. Por más que en el fondo su desparpajo y su humor convulso me provoquen un sentimiento de cariño entrañable, es evidente que su fortuna la ha llevado a recorrer un camino inverso al que me marcó a mí la mía: sedujo al hombre adecuado, una de las tres fortunas de Venecia, y se casó con él en primeras nupcias, abandonando de golpe la vida miserable que había llevado hasta entonces.
En realidad, la historia de la tipografía romana, la piedra filosofal de la impresión, que ha desbancado de los libros la letra gótica, es una historia de amoríos sin cuento. El que ideó y fundió esta letra clarísima y versátil fue Johann von Speyer, que italianizó su nombre al llegar de Espira a Roma y de ahí a Venecia en Giovanni da Spira, un orfebre de la Espira renana, pionero en montar prensa en Roma, primero, y después en Venecia. Cuando Giovanni murió, mantuvo el taller su hermano Wendelin, llamado Vendelino, un soltero de dudosas costumbres que tenía como amante al joven Nicolaus Jenson. Jenson, de origen francés, había aprendido el arte de la impresión trabajando con Gutemberg en Maguncia. Montó su taller en Venecia sin calcular que la creciente competencia ahogaría su negocio, y tuvo que ceder a los amores que le solicitaba Vendelino para hacerse con el cebo que agitó ante sus ojos avariciosos: una tipografía que le posibilitaba la supervivencia. Murió también Vendelino, y Jenson quedó como heredero de la patente de aquella tipografía que muchos nombran ahora con su apellido, y en cuya clarificación y moldeabilidad trabajó como un esclavo. Con su herencia en la mano y su habilidad de orfebre, Jenson dio muestras de un gusto por las mujeres que hasta ese momento había ocultado a toda costa, y fue cuando se casó con la Torresana, una muchacha que, según cuentan, hacía las delicias de los clientes de su madre, bordadora que llegó a serlo hasta del dux. Cuando quedó viuda la Torresana, Andrea, librero de prestigio que sabía que el único modo de acrecentar su fortuna era meterse en el floreciente negocio de la impresión, tardó un mes exacto en proponerle matrimonio a la heredera de la Jenson, y ella se lo concedió un día después de cumplirse el único año durante el que soportó el luto. Ahora, claro, esta boda fatal de hoy me hace dueño de la Jenson y continuador de una larga lista de buscavidas que han arrastrado su trabajo por el lodo de los amores interesados. ¡Mi nombre en la picota! A eso me ha llevado la prodigalidad de mi padre, que no murió hasta gastar la última moneda de la fastuosa herencia recibida.
La Torresana me miraba más a menudo cuanto más avanzaba la cena, de hito en hito, prodigándome sonrisas cómplices.
—Pero ¿cuántos años tiene Maria? —le pregunté mientras tomaba con artificiosidad distraída la copa de vino para beber, como restándole importancia a la respuesta.
—No ha cumplido aún los veinte —dijo, pellizcándome al tiempo la pierna y coronando la frase con una sonora carcajada.
Se me atragantó el vino. Poco me faltó para escupírselo a la cara. Entonces, maldita tratante de esclavas, hija de una diablesa y madre del mismísimo diablo, ¿por qué se la entregas a un anciano de cincuenta? Tuve que morderme la lengua para no soltárselo, tras el ataque de tos, mientras ella prolongaba sus risas sin ningún recato. ¿Y quién le cuenta ahora a tu hija, cuando sonríe con todos esos dientes blancos y resplandecientes, que su marido ha perdido la mitad de la dentadura por el camino y que por eso no osará reírse ante ella en todos los desgraciados días de su corta vida restante? ¿Y quién le va a hablar del fulgor ya perdido, de mis dolores de espalda, de mis digestiones interminables, de mis noches de insomnio? ¿Eh? ¿Quién? ¿Quién le suelta ahora que la única mujer a la que he abrazado en todos los días de mi vida con ternura es mi madre, que lleva cuarenta años enterrada? ¿Quién le explica que para mí un desnudo es un puñado de líneas trazadas sobre madera, vistas siempre bajo la luz de hachas o candiles; nunca algo resplandeciente al sol, nunca algo palpable, humano, ardiente, arrullador y esquivo?
Basta ya. El médico me dijo que debo apartar toda preocupación de mi mente para lograr el descanso. Al fuego con todo. En el fuego todo esto es nada. Parte incandescente de las brasas, rastro del punto de reposo de los que huyen.

¡No es posible, por todas las malditas Erinias que pueblan el cochambroso Érebo! No había vivido nunca, en todos los años de mi vida, una situación tan embarazosa. Y eso cuando apenas se ha cumplido un mes de nuestro matrimonio. ¿Apenas, digo? ¿Acaso quiero más? ¿Qué no habremos dicho en este absurdo mes que no haya sido registrado impunemente por esas orejas tiernas que jamás debieron escucharnos?
Tengo grabada la cara de Trismegisto. Era todo un poema. Era la Ilíada misma al completo, sin que le faltara un solo hexámetro. No sé cómo hizo para sostener en las manos la bandeja con el asado. Yo mismo no sabía si meterme debajo de la mesa o abandonar corriendo el comedor y salir afuera, a perderme por los canales.
¿Cómo hemos podido llegar a esto? No hablamos en griego entre nosotros por excluir a nadie. O por lo menos no es ese el fin principal. Se trata, más que nada, de una extensión natural de la disciplina del taller. El griego es nuestra herramienta habitual de trabajo, nos sirve como práctica viva del lenguaje con el que imprimimos normalmente, pero además da solidez a cada una de nuestras decisiones, eleva nuestros propios pensamientos a la altura de los de pensadores griegos, dignifica nuestro trabajo, y obliga a los aprendices a hacerse con el idioma y a mantener la mente despierta…
Para ellos, para Trismegisto y todos los demás, en el fondo, no es más que una variante remota de su lengua materna, les parece de lo más natural, así que resultó sencillo prolongar en casa el uso del idioma del taller. Y para mí… Bueno, yo ya hace muchos años que utilizo el griego para pensar, del mismo modo que emborrono en griego estos papeles. Precisamente la adopción del griego como idioma para hablar sinceramente con mis criados y compañeros de taller, que en el fondo son los únicos amigos que conservo, me ha permitido llegar a ser quien quería ser, me ha otorgado una persona. Lo que al principio era solo una máscara para la representación se ha convertido en mi verdadero rostro, el rostro con el que duermo ya, cuando consigo dormir. El rostro del que, digámoslo así, a veces me siento orgulloso.
Aunque con el tiempo tengamos dos lenguas, en realidad: una de uso, para el taller, más dúctil, inmensa, con todo el riquísimo vocabulario y los giros bizantinos, y con no pocos neologismos latinos. La otra, mucho más rígida, que reservamos para nuestros ratos de ocio literario, se construye exclusivamente a partir del griego homérico literario, lo que nos lleva de cabeza a hablar con una profundidad resonante, impostada y artificiosa. Los visitantes que dominan el griego, de cuantos vienen y aceptan compartir una velada con nosotros, se ven en verdaderos apuros para intervenir en nuestras conversaciones. Es un modo de selección como otro cualquiera. No faltan, claro, quienes, presumiendo de saber griego sin tener la menor idea, se presentan en el taller a ofrecernos, para dar a la imprenta, versiones romanzadas de poemas clásicos —que en verdad hacen a partir de otras versiones latinas, lo cual, aunque ellos no puedan ni imaginarlo, resulta evidente para cualquier principiante—. Disfrutamos dirigiéndonos a ellos en griego, observando cómo superan el mal trago de sonreír en silencio mientras les comentamos los disparatados errores que se han deslizado en sus obras. De ahí, quizá, ha nacido entre nosotros cierta confianza impune para hablar con total desparpajo ante los que evidentemente no nos entienden.
Todo ello es causa de que la situación fuera especialmente horrible. Horrible. Maria y yo estábamos sentados a la mesa. Trismegisto acababa de servirnos el asado.
—He recibido una serie de instrucciones de tu mujer, Aldus —me comentó.
—Estupendo —le contesté—. Espero que podamos complacerla en todo y que se sienta como en su casa.
—Bueno —siguió él—, no hay nada imposible de llevar a cabo. Pero me pregunto si debo obedecer las órdenes que afectan a tus habitaciones.
—¿Mis habitaciones? Vaya. ¿Qué tipo de órdenes?
—Quiere que caldeemos para la noche tus habitaciones también, y no solo la biblioteca. Y nos ha pedido que pongamos en tu vestíbulo uno de los escritorios que hay arriba, en el desván, con recado de escribir cada noche.
Entonces la miré. Tenía la cabeza inclinada sobre el plato, en un gesto de recogimiento que empieza a resultarme habitual en ella, y estaba trinchando la porción de pechuga de ganso que Trismegisto le había servido. Levantó el rostro en ese instante, quizá porque intuía que yo la estaba observando, y al cruzarse su mirada con la mía me sonrió afablemente, con su sonrisa deliciosa; totalmente ajena, eso pensé, a lo que estuviéramos hablando. Le devolví la sonrisa.
—¿Será posible? —le comenté a Trismegisto sin perder el gesto, con un cinismo que me pareció muy masculino—. ¿Y te ha dado alguna razón para que lo hagas?
—No me he atrevido a preguntarle. Reconozco que no sé tratar con mujeres, no estoy acostumbrado.
Trismegisto me conmueve profundamente. Es como yo: un adorador del trabajo, pero más inteligente, más culto, más hondo. Su educación, heredera directa, como toda la cretense, de la que se daba en el Imperio romano de Oriente antes de la caída bajo el turco, es muy superior a la que prácticamente se está empezando a impartir en las ciudades de Italia. Él me ha enseñado que somos lo que queramos ser, que nada nos limita y que por tanto nada nos está vedado, entre la abyección total y la gloria más absoluta. Me enseñó, al fin y al cabo, que podía lograr el control sobre todos mis actos y pensamientos, y, lo que es casi más importante, sobre mi cuerpo. Me enseñó que nada nos es inaccesible si es nuestro propósito conseguirlo y disponemos del tiempo necesario.
—Te entiendo perfectamente, Trismegisto, querido amigo, a mí me pasa lo mismo. Mi padre decía siempre que nadie sabe, en realidad, tratar con una mujer. Disponte a partir de ahora a escuchar disparates y sinrazones como nunca has oído, ¡no hay más remedio, tal parece! De momento, sin duda, la timidez es más fuerte que ella, pero, querido amigo, ¡ya verás! La más espabilada de las mujeres adultas tiene una mentalidad y una capacidad de raciocinio semejante a la de un muchacho de catorce años. No saben lo que dicen, créeme. Y lo que es peor: no saben lo que quieren. Se guían por los caprichos y su mayor deleite es el chismorreo. Creo que la única manera de hacer que entren en razón cuando se les mete en la cabeza uno de esos disparates como el que te ha pedido es darles una buena azotaina. Zeus les otorga ese cuerpo de diosas para que no tengan que usar la mente. No sé si me entiendes…
Iba a seguir, lo confieso, por las barbas de la apestosa Hécate. Solo estaba tomando aire antes de soltar otra andanada.
—No será para tanto. A veces hasta los dioses chismorrean, por no hablar de los varones humanos.
Eso fue lo que dijo Maria, literalmente, en ese griego impecable. Y lo dijo de un modo tan natural que estuve a punto de darle la razón. Hasta que caí del guindo, y en la cuenta de que había escuchado y comprendido toda mi invectiva cuartelaria contra las mujeres.
—¿Ninguno de los dos ha pensado que si he pedido que pongan un escritorio y recado de escribir en el vestíbulo de tus habitaciones —me estaba mirando directamente a los ojos, furiosa— es para intentar evitar que duermas tirado en un sillón de la biblioteca en vez de en tu cama, como sin duda haces a la hora en la que acabas de escribir, cualquiera que sea? —Iba tomando carrerilla poco a poco—. Todo ese dolor de espalda del que andas quejándote como un niño desde la mañana a la noche, y todo tu insomnio, fuente de otras tantas quejas, no pueden deberse a otra cosa que a la falta de un descanso en condiciones.
La sangre se me agolpó en la cara. Debía de estar encarnado como un tomate maduro. ¡Ese cretino de Andrea le ha enseñado griego a su hija, no me lo puedo creer!, fue todo lo que pude pensar en semejante momento de aturdimiento. ¿Con qué extraño fin?, habría que preguntarle. Pero poco importaba ya la respuesta. Para mayor desastre, Maria masticaba su impecable griego sin utilizar un solo término que no fuera homérico, y con la cadencia asombrosa del hexámetro dactílico, con todo el humor coloquial, la gravedad y la poesía del padre de los maestros. Al lado del suyo, mi griego era corto e inexpresivo: el de un niño que empieza a balbucear.
Trismegisto abandonó abochornado la habitación, como un cobarde, sosteniendo a duras penas la bandeja con los restos del asado. Para mí no había escapatoria posible. Planeé excusarme de alguna manera, pero todas las frases que me venían a la cabeza eran en torpe lengua vernácula.
—En cuanto a la azotaina que quieres darme —de nuevo sus ojos atraparon los míos, hiriéndolos con una luz cruel que era pura ira—, me avergüenza terriblemente que eso sea lo más cercano que has llegado a concebir a la idea de cumplir conmigo tus obligaciones de esposo.
Eso dijo. ¡Ay! Ni la misma bruja Circe habría reconvenido al astuto Ulises con más hirientes palabras. Por mi parte, habría preferido mil veces convertirme en mudo cerdo allí mismo.
Al terminar, se limpió elegantemente la boca con el faldón del mantel, arrastró la silla hacia atrás, se levantó, arrojó el faldón de un manotazo y salió a zancadas del comedor. Nunca, en todos los días de mi vida, había sentido con semejante intensidad el deseo de que la tierra se abriera y me tragara. ¿Qué absurda fuerza hereditaria me había llevado a adoptar, en aquel preciso momento, la filosofía barata y tabernaria de mi pobre padre, con el que nunca en vida había estado de acuerdo en nada?
Permanecí solo en la habitación un buen rato. El muslo de ganso se reía de mí, frío, desde el plato. Tuve que desechar la posibilidad de abandonar la casa como me pedía el cuerpo.
Sabía que si salía en aquel momento nunca haría acopio de las fuerzas necesarias para regresar.
No me quedaba otra solución que ir a pedir disculpas. Me levanté a duras penas y recorrí las salas que me separaban de sus habitaciones con la cabeza embotada de frases tan ceremoniosas como inútiles. La puerta que daba acceso a sus habitaciones estaba entornada. La abrí. De dentro me llegaban apagados y entrecortados sus sollozos.
—¡Soy Aldus! —llamé con la mayor humildad que supe imprimirle a mi voz—. Vengo a pedirte perdón.
Se hizo el silencio. Pasé despacio. Su precioso vestido morado estaba arrojado al pie de las cortinas que cubrían el vano de la puerta del dormitorio. Entré y me senté a los pies de la cama, en el borde. Me sentía absolutamente ridículo. Ella estaba tumbada de bruces. Una pantorrilla blanca, deliciosa, se alzaba ante mí, brillante entre la ropa de cama y los restos de la luz plateada de aquella tarde invernal que se asomaba al dormitorio por las rendijas de las cortinas. «Tus obligaciones de esposo», recordé que había dicho, poseída por la furia. Así resultaba todo aún más difícil. Tuve que apartar las inconcretas pero muy obscenas representaciones de nuestros cuerpos luchando sobre aquella misma cama, enredados en un garabato con dos cabezas mirándose asombradas en los extremos, como una anfisbena.
—Hija mía… —Había empezado en vernácula, sin darme cuenta. Pasé inmediatamente al griego—: Querida hija… Yo…, yo… lamento una por una todas las palabras que he dicho. No sé cómo pedirte disculpas, ni cómo demostrarte que no pienso ninguna de las estupideces que has escuchado. Lo único cierto de nuestra deplorable conversación es lo que ha comentado Trismegisto: ni él ni yo sabemos tratar con una mujer. Y lo peor de todo es que a nuestra edad va a ser muy difícil aprender. No puedo asegurarte que vaya a conseguirlo, entonces, pero sí te prometo que lo intentaré con todas mis fuerzas. Ya sé que ahora lo que estoy diciendo no te resultará creíble, después de lo que me has escuchado decir cuando pensaba que no comprendías mis palabras. No quiero que me perdones ahora, entiendo que es imposible. Pero me conmueve en lo más hondo que hayas buscado un remedio para mejorarme la salud. Así que te ruego que pienses, también, en algún modo de hacer más agradable tu vida aquí, y que me lo hagas saber cuanto antes. Sin duda todo esto te resultará muy incómodo, cambia cuanto quieras en la casa para convertirla en una casa tuya, sin reparar en gastos. Y pídeme, por favor, cualquier cosa, por pequeña o grande que sea, que me ayude a compensar mi estupidez y mi falta de tacto.
Mientras hablaba me había quedado embobado, absorto en el tamborileo al aire de los exquisitos dedos de su pie desnudo. En un gesto brusco el pie huyó entre las mantas, deshaciendo mis fantasías eróticas. Maria se dio la vuelta bruscamente, se incorporó y se recostó contra la cabecera de la cama. Por fortuna para mí, tuvo el pudor de aferrar una sábana de seda con la que se tapó el pecho. La silueta de sus hombros al aire me mareaba.
—Hay una cosa que no me atrevía a pedirte —dijo. Tenía la voz tomada por el llanto reciente. Se sorbió los mocos como una niña de siete años.
—Te ruego que me lo hagas saber. Nada me daría más felicidad que concluir mis disculpas con un regalo. ¡Cualquier cosa!
—Me gustaría trabajar en el taller.
Su rostro era apenas una sombra para mí en ese momento, pero pude ver que una sonrisa se lo abría de oreja a oreja.
—¿Cómo? —Había escuchado perfectamente sus palabras, pero al mismo tiempo había desechado lo que entendía como un disparate imposible.
—Mi padre me enseñó el oficio desde pequeña. Puedo hacer cualquier cosa en la imprenta: cualquier cosa que me pidas. Pregúntale a él o a alguno de sus ayudantes.
Me habría encantado tener delante en ese momento al botarate de Andrea para estrangularlo con mis propias manos. ¡Con qué solicitud había tenido escondido en su taller a ese monstruo con delicado cuerpo de mujer y testuz de toro, a ese demonio implacable que me estaba golpeando con su cornamenta como a un verdadero pelele! Imaginé, con apenas tiempo para disfrutar del placer, mis manos aferradas a la garganta del impío padre del monstruo.
—Bueno… Desde luego no va a resultar sencillo. No sé lo que dirán los muchachos… —No se divisaba salida alguna al exterior de aquel elaboradísimo laberinto en el que había caído—. Pero me he comprometido… Soy la mayor autoridad de la imprenta, al fin y al cabo. Y no se puede decir que nos sobren los cajistas. Tendrán que aceptarlo.
—¡Mil gracias! —gritó. En su entusiasmo soltó la sábana y uno de sus pechos quedó al descubierto, blando, blanquísimo, tembloroso y entrañable. Evidentemente no era una niña. Se trataba de un seno enorme, inesperado.
Me puse en pie de un salto, como si se me hubiera disparado un resorte interno. Se dio cuenta de la causa de mi extraña reacción y volvió a taparse rápidamente con la sábana, aunque yo había conseguido retirar la mirada y dirigirla a mis propios zapatos. Tenía sobre todo, unas incontestables ganas de llorar. Nunca había visto un pecho de mujer que no fuera pintado por un artista. Juro que hasta ese momento jamás había entendido que Menelao, al final del saco de Troya, a la vista del blanco seno que le mostró la bellísima Helena, decidiera arrojar la espada y no cortarle la cabeza a quien lo había abandonado por otro hombre provocando la matanza que los envolvió a todos.
—Pues entonces me voy —dije, como si tal cosa—. Te espero mañana mismo en el taller.
Salí huyendo de allí con toda la determinación que pude imprimir a mis temblorosas piernas. Y no paré hasta llegar caminando a las afueras de Venecia. Todo en vano, porque aquí estoy, horas después, con el cuerpo hirviendo como el de un joven, en el escritorio que Trismegisto ha bajado esta misma tarde a mis habitaciones, confortablemente caldeadas. Si no echo ya mismo al fuego estos papeles es por el temor que me da encontrarme conmigo en la soledad del lecho. ¿Hace cuánto que no me contemplo desnudo? Desde que apliqué con rigor el consejo de Giovanni Pico: el olvido del cuerpo engrandece la mente. Decidí hacerle caso, pese a que está como una verdadera cabra y pese a que vi que no practicaba en absoluto sus propios preceptos. Como lo que le van a él son los muchachos se hizo religioso, dominico, y siempre se le ve acompañado de algún imberbe. Creo que ahora anda pidiendo limosna. Como un cencerro.
No sé cómo haré mañana en el taller, no sé qué cara van a poner todos. Soy el dueño, eso está claro, pero hasta ahora todo se había hecho por consenso. Nos entendemos. Pensamos igual.
Imagino sus caras de disgusto y me dan ganas de echarme a llorar.
Pero basta. ¡Al fuego, al fuego! Ver estos papeles ardiendo me dará fuerzas. El fuego es la alternativa a la imprenta. Frente a los papeles para la réplica, la repetición y la reduplicación, están los papeles que, como estos, no merecen el mundo, los papeles de la nada, los papeles para el fuego.

Festina lente! Eso le ha dicho: «Apresúrate despacio», pero, para mayor humillación, en latín, como luce en el emblema de nuestro taller: un delfín enroscado en un ancla, tomado de una de las monedas del emperador Tito que hay en mi colección. Festina lente: ¿hay peor humillación?
Me siento, verdaderamente, igual que un delfín a cuyo cuerpo escurridizo manos indignas hubiesen atado un ancla. Fue ella, ahora que lo pienso, quien sugirió que pusiéramos el emblema en las portadas de los libros, convirtiéndolo en marca de la casa aldina. La edición, impresión y publicación de un libro, dijo, necesita de esa urgencia minuciosamente meditada, de esa explosión retardada con deleite, de esa pasión analizada en detalle que comunica el emblema; es una tarea que debemos arrebatarle al tiempo con estudiada delicadeza, ese debe ser el lema que presida nuestros pasos. Y es ella, Maria, en realidad, quien imprime esa velocidad lenta e implacable a todas sus acciones y les otorga el éxito sin remedio con el que nacen ya según las concibe. A su lado, yo, que intento imitarla, solo consigo exactamente lo contrario. Digamos que, comparado con ella, yo me he precipitado al abismo en el que caigo con una lentitud inexorable, desesperante.
No. ¡No puedo, no quiero aceptarlo! ¡Me niego a que haya ocurrido! Por más vueltas que le doy, por más que miro hacia atrás buscando el momento en que se me embarrancó la nave de la cordura, no encuentro una razón. Ahora no puedo pensar en nada más que en eso, solo puedo repetírmelo sin parar, repetirme que he sido yo…, ¡yo!, he sido yo el que ha hundido con fuerza en mi propio estómago la lanza que me atraviesa. Viejo imprudente y lunático. Ay, ay.
Y precisamente ahora, medio año después de la detestable boda, cuando por fin había hallado fuerzas nuevas de las que mi cuerpo se nutría, cuando había comenzado a beber con brío de esa fuente de la juventud que es la autocomplacencia, cuando me imaginaba que por primera vez comenzaba a transitar un camino de felicidad íntima, vital, en nada relacionada con mis trabajos y mis libros. Una felicidad que emanaba de mí mismo. ¡Qué torpe embotamiento ante la comprensión de los más elementales resortes de la conducta humana!, ¡qué incapacidad para entender el mundo!, ¡qué insólita ceguera!
Y pensar que, frente a mis temores, desde el primer día la presencia de Maria en los talleres, lejos de convertirse en un estorbo, fue un estímulo y una ayuda de valor incalculable… La estoy viendo como si fuera ayer. Llegó a primera hora, cuando solo yo había empezado a trabajar. Venía vestida con un vestido de lino, tan sobrio que jamás lo habría imaginado en su vestuario. Saludó y fue directamente a los chibaletes, a contemplar la Bembo, que es como llamamos a la tipografía que abrió Francesco Griffo, el punzonista que coordina el taller, a partir de la de Jenson, para imprimir el Sobre el Etna, de Pietro Bembo, y con la que compusimos también después la Hypnerotomachia. Maria estuvo allí un buen rato, de pie, callada, pinzando de vez en cuando un tipo con sus delicados dedos y alzándolo ante su cara para auscultar su morfología asombrosa, como si se tratara de un insecto que, pataleando, intentara en vano ocultar el vulnerable abdomen blancuzco.
—Inmortal —dijo de pronto.
—¿Cómo? —le pregunté, sin darme cuenta de que hablaba para sí.
Debió de caer entonces en la cuenta de que no estaba sola. Se volvió a mí.
—Nada —exclamó—. Nunca había visto nada así, y no podía imaginarla, por más que me habían hablado de ella. Mi padre vio un ejemplar del Sobre el Etna, tú se lo enseñaste, pero el orgullo le impidió comprarlo. Por la claridad…, parece una letra eterna, destinada a ser la única. Pero lo más impresionante…, lo más impresionante…
Se detuvo.
—Dime.
—El punto y coma —exclamó, e hizo una pausa mínima, explicativa, un preciso punto y coma dibujado en su boca—; ¿a quién se le ocurrió?
—A mí —mentí. No me daba cuenta de que descubriría la mentira con solo echarle un vistazo al manuscrito del texto de Bembo.
Lo demás fue puro azar, o eso me parecía. Creí que había dado con la que sería la solución de todos mis problemas, sin imaginar que ese mismo día comenzaba mi perdición. Acababa de llegar a mi casa el joven Angelo Pio, hijo bastardo de Lionelo Pio, señor de Carpi y cuñado de Giovanni Pico, que me había encargado su educación, como ya me encargó tiempo antes, cuando ambos vivíamos en Mirandola, la de los hermanastros mayores de Angelo, Lionello y Alberto, sin quien mi imprenta simplemente no existiría.
Presenté mi esposa a Angelo, que tenía su misma edad, y allí quedó el muchacho, fascinado, inmóvil, tartamudeando un saludo, incapaz de llevar a cabo una reverencia en condiciones. Al ver semejante proceso, lejos de buscar el modo de cortarlo de raíz, decidí encargar a Maria que enseñara el oficio a Angelo, lo que, alegué como excusa, serviría también para que ella misma pudiera familiarizarse con nuestro modo de trabajar, distinto en muchos aspectos, aunque en nada esencial, del que se practica en el taller de Andrea, donde yo mismo aprendí el oficio. A continuación le ordené a Trismegisto que preparara para nuestro joven invitado las habitaciones que están junto a las de Maria. Aunque entonces solo podía intuirlo, lo cierto es que para mi desgracia la idea no era mala: la educación gentil de Maria, que otros pueden considerar extremada y peligrosamente impía, posibilitaba que encontrara salida para sus ardores juveniles en otros cuerpos que no fueran el de su marido sin que la conciencia maltratase su mente. Fui hábil al trazar mis planes, pero en ningún momento se me ocurrió pensar, ay, en mí mismo.
Por ahí, entonces, todo me parecía bien. Fueron pasando los días y Maria se integró perfectamente en el trabajo. Pronto los miembros de la Academia Aldina, el selecto grupo que decide las obras que imprimimos, mostraron su total aceptación de la nueva anfitriona. El propio Erasmo, después de una comida en la que Maria le rebatió enconadamente (y debo confesar que con sobrada argumentación) casi todas sus especulaciones sobre la pronunciación del griego clásico, lejos de sentirse humillado, me pidió que la dejara participar en nuestras reuniones.
Pero nada ha habido tan importante para el taller como su risa.
La primera vez que se oyó, su risa causó un impacto tremendo. Estaba hablando precisamente con Griffo. Ambos trabajaban para intentar dar curso a una idea de la propia Maria que a todos nos parecía disparatada al principio, pero en la que, como siempre, se había emperrado: quería hacer una serie de ediciones en tamaño octavo. Alegaba los problemas que tenía —y no solo ella, claro— para transportar en sus baúles las ediciones en cuarto, no digamos ya las enormes en folio. Pero en realidad sé bien que lo que le molestaba era el peso: demasiado para poder leer los libros tirada en el lecho, que es lo que su falta de delicadeza y urbanidad la lleva a hacer casi siempre, sin tener que permanecer sentada ante los escritorios ni usar el atril. Ninguno podíamos imaginar en aquellos días lo que iba a ocurrir con aquella idea que a todos nos parecía un poco caprichosa. En realidad, los libros en octavo han tenido tal éxito internacional que le han procurado al taller una financiación que nos permitiría sobrevivir incluso sin el dinero de los mecenas. Ahora estamos imprimiendo uno cada sesenta días, con tiradas de mil ejemplares, nada menos. Y puesto que vamos a publicar un catálogo con todas las obras tiradas en el taller y sus precios —una idea que, pensándolo bien, también ha sido de Maria—, las ventas aumentarán sin ninguna duda.
El problema era que todas las tipografías que habíamos probado en ese pequeño tamaño de página resultaban ilegibles o desproporcionadas, incapaces de transportar suficiente cantidad de texto para que la cosa no pareciera ridícula. Griffo estaba jurando en arameo, porque no daba ni de lejos con la solución del problema. Trismegisto intentaba poner cordura en la reunión, con su autoridad.
—¿Por qué no la inclinamos? —dijo de pronto Maria—. Podríamos imitar la letra levemente inclinada de… ¿Dónde está el manuscrito del Sobre el Etna de Bembo? Si inclinamos suavemente la letra, y cortamos suficientes ligaduras, pueden caber más caracteres por línea.
—¿Inclinar la letra? —saltó Trismegisto—. Inclínate tú ante mí, maldita niñata sabionda, que soy tu maestro.
—Preferiría besarle el culo a una harpía muerta —le gritó ella, con ese griego inédito, manejable y contagioso, que ya nos inunda a todos.
Y entonces fue su risa. Sonó a blasfemia, se alzó desprejuiciada en el silencio reconcentrado del trabajo: una carcajada clara y armoniosa, desconocida. Nuestras treinta cabezas griegas y egregias se volvieron hacia ella, y enseguida, al ver la cara de asombro que se le había quedado a Trismegisto, la risa se nos contagió y rebotó desordenada, por primera vez, entre aquellas paredes.
Por su culpa, también, hablamos griego como héroes hartos de convivir con los dioses. Quiero perdonarla, borrar su evidente malignidad y achacar todo a mi ineptitud. Pero ¿cómo negar la evidencia de que, además de espantosamente joven, además de mucho más hábil que nosotros para cualquier trabajo práctico, además de la persona más inteligente que hemos conocido, es bella como un demonio? Y lo sabe perfectamente, quedó claro que lo sabía desde muy pronto. Bastaba con ver el modo en que jugaba conmigo en cuanto por azar entraba en sus habitaciones. Mi llegada disparaba las alarmas, al menos en aquellos primeros días. Había un instante de confusión en el que todas esas malditas mujeres que la acompañaban tomaban consciencia de que debían actuar, e inmediatamente comenzaba la función. Los movimientos coordinados de la escena me envolvían y me situaban frente a ella. Me veía obligado, una vez sí y otra también, a seguir el juego adoptando el papel de hombre cortés, y, tenso como una vara, igual que un espectador alzado al escenario por broma de los comediantes en medio de la representación, balbuceaba las palabras que se me habían asignado a duras penas, olvidando la inflexión de las emociones en la voz, pisando las entradas de los demás, lívido como aprendiz, hasta que abandonaba precipitadamente la escena, tropezando con torpeza en el último momento y haciendo como si no escuchara las carcajadas del público.
No puedo entenderlo. ¿En qué están pensando sus madres cuando las educan? Estas jóvenes que tapan en la calle hasta el más mínimo resquicio que pueda dejar asomar la piel tras sus ropas talares, en casa se comportan como fieras incultas, y si uno no ve todo lo que es humanamente mostrable será porque retira la mirada a tiempo.
Lo primero, y no lo menos dañino, es el calor. No hay quien soporte la temperatura a la que viven, los ventanales cubiertos por mantos enormes de espesas pieles, las chimeneas rebosantes de brasas, el humo jugueteando levemente en los ojos. ¿Cómo no iba a resultar insano de todo punto? Se le embotan a uno los pensamientos, la vida se convierte en un estío sin fin… Y, después, ¡qué asombrosa facilidad para mostrar partes inesperadas del cuerpo sin que venga a cuento, cuando uno menos se lo espera!, por medio de esos movimientos de birlibirloque, gestos aparentemente inocentes con que —al menos eso parecen querer decir sus rostros rebosantes de inocencia— solo pretendían acomodarse en el asiento. Y, ¡venga!, ahí ponen la temible porción de desnudez ante ti, las carnes mórbidas, blancas como la lepra, en un instante que se ha ido cuando quieres darte cuenta: ya está. Aquí lo tienes, aquí lo tenías, no ha pasado nada, no he hecho nada, ¿qué me miras?
Me entran sudores solo de pensarlo.
Soy un hombre razonable y sé lo que es la juventud. Tuve sus mismos años y su fogosidad, por más que yo decidiera sostenerme, cultivar mi espíritu y someterle el cuerpo, renunciando al juego estúpido del amor. ¿Cómo he podido llegar a verme envuelto ahora en él?
Pero ¿qué estoy diciendo, si las burlas no las empezó nadie sino yo, que ahora soy víctima ensangrentada de otras semejantes?
Y todo ya, al cabo, ¿qué más da?
Lo que derrumbó mis defensas fue, sin duda, su pasión por la Hypnerotomachia. Cuando leyó el original griego, sin saber que yo era el autor, se mostró tan encendida de pasión por mi querido Polífilo que me desarmó. «Su amor por la obra del hombre, por cada uno de sus artificios —me dijo—, su amor a todo lo humano es también mi amor, y su camino es mi camino».
Estuve a punto de echarme a llorar allí. Aunque después vino lo peor, cuando me entregó su traducción vernácula y me dijo que era inútil publicar en griego una obra que nacía en nuestra época. Al principio me indignó su versión, ese idioma hecho de retazos de latín y sombras griegas, pero pronto comprendí que semejante artificio era consustancial a la obra: Maria había conseguido darle forma a lo que nació amorfo en mí. Es más, en su lenguaje tanto la piedra de las estatuas y de las construcciones como el verdor de la naturaleza adquirían la esencia vital que yo no supe imprimirles en griego: la batalla de Polífilo era por fin una batalla erótica con el mundo, al que ahora el muchacho se integraba verdaderamente en su camino vital.
Y después está la puntuación, que ella utiliza como un hechizo para convertir la lectura en un sueño ligero. Por no hablar de la idea de colocar en acróstico el nombre de un autor apócrifo. Me ha parecido espléndida: «El hermano Franciscus Columna adoró a Polia», se lee en latín uniendo todas las capitulares del libro. Quienes comprenden el sueño no lo denunciarán, y quienes lo denunciarían nunca lo van a comprender, así que no había demasiado peligro. Pero, como ella misma dijo, pueden ser los propios defensores de la obra los que la delaten. Si alguien declarara su contenido pagano para ensalzarla, pondría sin querer el ojo de la Iglesia sobre nosotros, como últimos culpables de su creación. La supuesta autoría, con un nombre tan vulgar, nos deja abierta la posibilidad de inventar el culpable sobre el que volcar la presumible indignación, si es que llega.
Para vencer la atracción que su intelecto, cuando no su cuerpo, ejercía sobre mí, para preservar mi libre albedrío ante el azote de todas las pasiones, tuve que volcarme en la prudencia y en la sabiduría que me da la edad, tuve que apresurarme en una lentitud meditada y hasta tozuda. Dejé pasar los días tardos, hasta lograr que la distancia entre nosotros se hiciera rutinaria. Tanto, que llevaba ya un tiempo con la mosca detrás de la oreja. Desde hacía unas semanas no me incomodaban los requiebros de su cuerpo. Fui, poco a poco y no sin sufrimiento, dejando de sentir la llamada que su presencia ejercía sobre mí a cada instante. Eso me hacía pensar que quizá los jóvenes se hubieran arreglado, pese a que la actitud hosca de Angelo Pio no parecía encajar en todo ello…
Por eso esta noche, al escuchar el tremendo lamento de Maria, el quejido profundo que llegaba a mí desde sus habitaciones, diáfano pese a los muros que las separan de las mías, mi alma ha sufrido un vuelco terrible. He querido engañarme, pensar que quizá fuera un suspiro de dolor, de tristeza incontenible, aunque no había duda, aunque supiera, pese a no haber escuchado jamás nada así, lo que significaba ese suspiro ronco de animal desbocado.
Me he levantado de esta misma mesa sobrecogido. He tomado la lucerna que me alumbra en la escritura y he entrado sin pensarlo en las habitaciones de Angelo. Allí estaba el muchacho, profundamente dormido.
Entonces una enorme esperanza me ha embargado, tales son mi estupidez y mi ceguera. ¿No era posible que si dormía allí el cebo que yo le había puesto a Maria, fuese ella sola quien estuviese contentando su propio cuerpo, como dicen que hacen los animales y algunos hombres desolados? La juventud me ha inundado, desbordándome. Y entonces, por primera vez en mi vida, me he dejado llevar por la pasión. Ya me recorre el deseo de lanzarlos al fuego. Confieso que he comprendido entonces lo que llevó al desdichado Penteo a espiar a su propia madre y sus tías, las Bacantes, cuando, arrebatadas, desnudas y sin freno, celebraban los misterios de Dionisos en el monte.
Apagando mi lucerna, deslumbrado aún, me he colado con todo el sigilo en las habitaciones de mi esposa. ¿Por qué habría de entrar como un ladrón el verdadero dueño en su casa? Y entonces ha llegado a mí la consciencia de todos los sueños ocultos en que he vivido, sin saberlo, junto a Maria. Diáfanos, terribles, fugazmente robados al insomnio que me acaba, esos sueños han ocupado mis noches desde que la vi. En ellos he poseído una y otra vez su cuerpo, que en la vigilia yo mismo me negaba. En ellos me he entregado a la lujuria y el ardor que su presencia convocaba. Mientras en la realidad todo era calma, en el subsuelo de mis sueños libraba con ella una verdadera batalla erótica sin final.
Pero los sueños son solo sueños, y ante mí tenía la dolorosa realidad. Junto al lecho de Maria, una vela diminuta iluminaba tenuemente la escena. A cuatro patas, vuelta a mí, miraba hacia la oscuridad que me ocultaba con ojos ebrios, tomados por un placer pecaminoso que nunca había visto antes en ninguna otra mirada. No estaba sola, no. Y, claro, no era yo, ni tampoco el joven Angelo Pio, quien se encontraba tras ella, danzando como un sátiro tres veces grande entre los espasmos gloriosos con que golpeaba con su pelvis, rítmicamente, contra el sagrado trasero de mi esposa.
Lo he reconocido en seguida. El perfil aguileño y la calva humanística eran los de Trismegisto. ¡Trismegisto, que es dos años más anciano que yo! El mundo se me ha venido encima, y tengo que confesar que en ese momento he comprendido la fuerza irresistible que llevó a Edipo a arrancarse los ojos. Sobre todo cuando, justo antes de que los dos se perdieran al unísono en su delirio jadeante, ella le ha dado con un grito la orden más dolorosa que he escuchado nunca, así, con solo dos palabras afiladas como dardos, en vulgar latín:
—Festina lente!